Dios, Duarte y Dominicana
Fuego Divino quemando nuestras almas, es lo que se experimenta cuando desde la atalaya de nuestra más pura esencia revelamos el hermoso sendero que nos señala el destino, es la escalada de nuestras conciencias guiando el alma nacional en medio de las tinieblas de nuestras personalidades. Es imposible abrevar de las aguas cristalinas de la verdad absoluta envueltos en el moho de la ignorancia.
Las palabras que se nos presentan en nuestro lema sacramental no pudieran ser más elocuentes en el anuncio de nuestra misión espiritual, nos hemos vuelto a reencontrar en nuestro modesto terruño caribeño los mismos que forjamos en otros tiempos las luchas de resistencia contra la regresión de nuestra raza. Son las luces eternas de los amaneceres las que nos han animado en cada tiempo a tomar nuestros arados sin mirar atrás, como nos enseño el Cristo.
Providencialistas somos, fuerzas vitales en la construcción del Hombre Civilizador, nos anima la conciencia universal, nos mueve la comprensión de la unidad con el todo existente, lo exclamó Jesús, «ámense unos a otros…», es así como descubriremos nuestra identidad nacional. Con manos impolutas fue construido el altar sagrado de nuestra Patria, congregaciones de ángeles habitaron entre nosotros para trazarnos las líneas maestras que proyectarían la fuerza del verbo redentor.
Nuestra misión como pueblo es despertar la viva imagen de Dios; miremos a nuestro progenitor patrio con visión profunda y entenderemos el propósito elevado de nuestra existencia nacional. Duarte lo consagró y entregó todo para alcanzar el ideal independentista, siendo proscrito, en su amargura y determinación escribió a su familia: «El único medio que encuentro para reunirme con ustedes es independizar la Patria.
Para conseguirlo se necesitan recursos, recursos supremos, cuyos recursos son, que ustedes de mancomún conmigo y nuestro hermano Vicente, ofrendamos en aras de la Patria lo que a costa de amor y del trabajo de nuestro padre hemos heredado».
Bien lo dijera J. Inchaustegui: «En verdad que toda obra grande y benefactora como que necesita de un sacrificio y un calvario». Y qué gran sacrificio, permanecen en superioridad de presencia los arcanos sagrados de los símbolos que nos definen, aun silentes, esperando la generación que habrá de despertarlos.
Descripción de profunda tristeza y de metafísica hermosura del martirologio de Duarte, lo hace Enrique Patín Veloz de las últimas horas de vida del mentor de la dominicanidad: «A las dos de la mañana del sábado el silencio envolvía a Caracas. La noche avanzaba y la ciudad lucia desierta. En la triste casa de los Duarte, Rosa y Francisca velaban.
Todo anunciaba la proximidad del final, y en la habitación del moribundo, mal alumbrada con una vela, los rezos se alternaban con los silencios. La hora adelanta y la habitación del enfermo se hace mas difícil. La espera es larga. Por fin, a las tres de la mañana, del 15 de julio del 1876, el moribundo exhala su postrer suspiro.
La habitación se llena de sollozos. Rosa y Francisca lloran inconsolables. Duarte ha muerto. Ha fallecido lejos de la tierra que lo vio nacer, en un rincón de Caracas, olvidado de sus compatriotas y sumido en la más negra miseria».
Fue torturado hasta el final de sus días el escogido por la Providencia para construir la obra más bella y sublime, la Patria Divina, su legado libertador visionario, lo dejó impregnado en nuestros símbolos. Su amada familia siguió sus huellas, murieron igual que El, desterrados, y dice Emilio Rodríguez Demorizi, refiriéndose a Rosa Duarte: «Es fama que nunca llegó a maldecir a los autores del perpetuo destierro a que se vio condenada con su virtuosa familia, ni aun en los momentos de mayor angustia, ni en medio de las mayores zozobras; siendo de notar que solo alzó sus manos virginales con que ayudó a hacer los cartuchos y a confeccionar las balas que se usaron en el pronunciamiento de la Puerta del Conde, para bendecir los triunfos nacionales y dar gracias a Dios por la conservación de la existencia de la República, objeto carísimo de sus encantos y desvelos».
Cuanta pureza de los seres que nos dieron el nombre nacional, necesario es sentir a Dios en nuestros corazones para hacer conciencia de la obra santísima de los Duarte y Diez, sino somos capaces de volver a nuestro Padre Patrio viviremos perdidos y sin rumbos fijos, a merced de las conspiraciones demoniacas que producen el sufrimiento en los pueblos del mundo.
La generación de los hombres y mujeres que lo entregaron todo a costa de los mas grades sacrificios, en aras de darnos el nombre que hoy tenemos, Dominicana, hoy está más viva que nunca en nuestra configuración genética nacional.
Me permito transcribirles un trozo de la oración pronunciada por Fernando Arturo Meriño en la Catedral, en la Apoteosis de Juan Pablo Duarte:
«Oh! sepulcro amado que has de encerrar para siempre estos preciosos restos! humíllese ahora, quede postrado ante ti el monstruo de la discordia civil. Salgan de tus senos voces salvadoras que inspiren la conciencia de todos los ciudadanos, moviéndoles al cumplimiento del deber, y se prenda de perpetua felicidad para la República. Padre de la Patria! En el Señor y en ella descansa en paz!»
Viva la Patria Divina!!!