«Relatos Salvajes»: El arte de perder el control

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Por YASSER MEDINA

Si hay algo que deja de qué hablar, es la extrañeza de una de las cuestiones más repetitivas de la naturaleza humana: la violencia. Pasa una y otra vez. Tanto, que a veces la gente explota. Ese comportamiento de psicología desgarradora, que distorsiona al hombre, lo hace perder el control, y lo lleva a los límites de una autodestrucción recíproca, es esencialmente la piedra angular de «Relatos Salvajes».

Pues, en cuestión de segundos, va de lo convulso a lo impredecible bajo una composición formidable, modelada como una antología de seis cortometrajes (que no están conectados ni tienen nada que ver entre sí) para narrar los revoltijos irónicos de la ley del talión en la sociedad contemporánea.

O sea, seguimos una serie de individuos expuestos a situaciones endiabladas pero en localizaciones ordinarias -un avión comercial, un restaurant, una boda, una empresa de ingeniería, una casa burguesa, una autopista-, y, a pesar de andar por caminos distintos, todos van en la misma dirección de la venganza. Y sin pagar peaje.

Ni los personajes saben adónde se dirigen con sus acciones. Puesto que aquí lo que se ve es cómo una acción conlleva a una reacción; y la reacción dentro de una jungla de asfalto, siempre termina en el ojo por ojo diente por diente.

Sin embargo, al estar separadas por segmentos, las actuaciones evidenciadas son feroces. Verosímiles hasta el punto de extasiar; siendo las más atrevidas las del gran Ricardo Darín en el corto «Bombita», y Érica Rivas en «Hasta que la muerte nos separe».

Quizás, si uno observa bien puede encontrar algo más allá de estos cuentos montaraces, porque la cosa es que están ingeniosamente escritos, y el guion opera las escenas en las que estos sujetos ejecutan sus manías neuróticas con un dramatismo furiosamente dionisíaco. Este es el tipo de película retorcida que te deja pidiendo más cuando cada fragmento finaliza.

Además, Damián Szifrón sabe lo que está confeccionando, y la energía que desprende en cada encuadre es penetrante, de una sencillez irreverente. Incluso hace que la barbarie expuesta impregne un atractivo burlesco que, aun siendo el factor sorpresa del histrionismo presentado, descarga todos los planos con esparcimiento. Y nada se escapa. Ahora comprendo por qué el filme fue seleccionado para competir por la Palma de Oro en Cannes.

Pero el caso es que la película resulta entretenida, y es contagiosa cuando se burla de las idiosincrasias de una civilización cínica. Ésa es su mayor fortaleza: la sátira henchida de humor negro donde la injusticia y la corrupción prevalece en las calles de la roñería moral, mientras la honestidad y la humildad se encuentran borrachas bebiendo tragos en el bar de la parsimonia.

 

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