Reflexiones sobre la corrupción en su Día Internacional
POR DEMI FELIX DOMINGUEZ
La palabra “corrupción”, proveniente del latín corruptio, significa literalmente “unirse para quebrantar”. No alude solo al daño, sino a la alianza que lo hace posible: una fractura deliberada —a veces silenciosa, a veces descarada— donde dos o más voluntades se confabulan para torcer el curso natural de las cosas. Pocas etimologías condensan con tanta exactitud la esencia de este fenómeno: la decisión conjunta de estropear o romper. En este 9 de diciembre, Día Internacional contra la Corrupción, conviene detenernos a realizar algunas reflexiones.
Desde la doctrina, la corrupción se reconoce como un fenómeno multifacético, imposible de aprisionar en una definición rígida. Su complejidad radica en su capacidad de desplegarse en distintos niveles de la administración pública y privada, adoptando formas que van desde el peculado hasta el abuso de autoridad, pasando por complicidades soterradas que sostienen actos delictivos. La corrupción trasciende el mero abuso de poder para beneficio personal: es un fenómeno dinámico y adaptativo, cuyas manifestaciones se reconfiguran a medida que cambian los contextos sociales, políticos y económicos.
Quiebra

En esa dirección, Francesco Kjellberg sintetiza con claridad la amplitud del fenómeno al definir la corrupción pública como la quiebra de normas jurídicas o de normas éticas no escritas, motivada por la búsqueda de un beneficio directo o indirecto. Esa quiebra adopta diversas modalidades:
i. Quiebra legal con beneficio directo: aquí encajan el soborno y el cohecho —bustarella en italiano, pot-de-vin en francés, kickback en inglés—, como la adjudicación ilegal de un contrato a sabiendas de que habrá una recompensa ilícita.
ii. Quiebra legal con beneficio indirecto: el funcionario que utiliza su cargo para recaudar fondos destinados a su partido o estructura política, disfrazando de militancia lo que es trabajo sucio.
iii. Quiebra ética con beneficio directo: el uso de información privilegiada para favorecer a una empresa y obtener un retorno personal.
iv. Quiebra ética con beneficio indirecto: el diseño de normas o decisiones administrativas que, sin ser abiertamente ilegales, terminan favoreciendo a grupos o actores políticos afines.
Estos ejemplos ilustran no solo la variedad del fenómeno, sino también su habilidad para ocultarse en zonas grises donde la apariencia de legalidad dificulta su detección. Villoria Mendieta profundiza en la raíz del problema desde el institucionalismo económico: la corrupción emerge cuando el actor público realiza un cálculo frío entre el beneficio esperado y la probabilidad —y severidad— de la sanción. Si el riesgo es bajo y la ganancia es alta, la lógica instrumental empuja inevitablemente hacia el delito; terreno donde también conviene hablar de incentivos perversos.
En la misma línea, Vivas Roso advierte que los Estados con controles débiles, sanciones insuficientes o elevada impunidad generan inevitablemente más corrupción. Allí donde las instituciones no detectan ni previenen, la conducta corrupta se estimula. Y sus efectos no se limitan al plano administrativo: deterioran la calidad de la democracia, vacían de sustancia los principios éticos del servicio público y erosionan, en definitiva, el andamiaje institucional en su conjunto.
Desde una perspectiva más filológica, Irene Vallejo abre otra fisura de comprensión con una advertencia genial: “Si no lo creo, no lo veo”. Con esa mirada sutil sobre nuestros sesgos señala que, cuando los sospechosos pertenecen a “los nuestros”, la vista se vuelve indulgente y la crítica se desvanece. Nada nuevo bajo el sol: la historia repite, una y otra vez, la combinación letal de fachada respetable y cloaca interior. Por siglos han desfilado gobernantes, intelectuales y magnates con elevada opinión de sí mismos, frecuentemente absueltos por el imaginario colectivo. En palabras de la autora, a sus señorías siempre se les han perdonado las fechorías.
Esta imagen enlaza naturalmente con la parábola bíblica de los “sepulcros blanqueados”, utilizada por Jesús para denunciar la hipocresía de los escribas y fariseos: aparentaban rectitud y observancia de la ley, pero su interior estaba corrompido. La comparación subraya con fuerza la distancia entre la apariencia externa —pulcra, luminosa, atractiva— y el contenido interno, marcado por la descomposición y la falsedad. Es la metáfora perfecta del contraste entre lo que se exhibe y lo que realmente se es.
Pero la corrupción no avanza únicamente por astucia. También prospera por servilismo, obediencia irreflexiva e ignorancia. Dietrich Bonhoeffer lo expresó con especial lucidez: “No confundamos estupidez con maldad. La estupidez es mucho más peligrosa”. En esa misma línea, Hannah Arendt habló de la banalidad del mal: el daño masivo cometido por quienes renuncian a pensar. Y Raúl Hernández formuló, con ironía, una inquietud que resume el círculo vicioso: “No pueden ser tan malos; son brutos… no pueden ser tan brutos; son malos”.
En contraste con este panorama, nos atrevemos a afirmar —con convicción y sin reservas— que la honradez y la capacidad existen. Existen, y además deben ser defendidas, promovidas y reconocidas. La lucha contra la corrupción exige ambas; implica desenmascarar, diferenciar grados, desmontar prácticas arraigadas, fortalecer instituciones y aspirar a una vida pública honesta, donde el equilibrio entre poderes deje de ser una consigna y se convierta en una realidad efectiva.
También supone no convertir la búsqueda de la verdad en un ejercicio egoísta: nadie es su dueño exclusivo. La lucha contra la corrupción se fortalece cuando otros pueden servir, aportar, vigilar y corregir, teniendo siempre como principio que la evidencia sea la guía y no los sentimientos. Juntos hemos de procurar que la integridad no se desintegre.
jpm-am

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