Política de clase u orígenes del poder

 

Los tradicionalistas y religiosos de antaño hablaban del derecho divino de los reyes, explicando que el Poder es conferido por Dios al Rey de una manera personal y directa.

En nuestros días, nadie se atreve a sostener dicho dislate. Los serios tratadistas católicos, empezando por Santo Tomás, no defienden ya semejante apostasía, porque si una persona recibiera de Dios el don de mando por transmisión inmediata, participaría de su omnipotencia y de su infalibilidad, habría que pasar por cuanto hiciese y dejase, sus órdenes serían indiscutibles y las cosas de la tierra tendrían una esencia divina con olvido absoluto de la libertad y la responsabilidad, que son atributos y ligaduras característicos del ser humano.

Si no estamos equivocados, creemos que fue San Pablo que dijo que: “todo poder viene de Dios” y no quiso simbolizarse otra cosa sino que las humanidades, para estar apropiadamente establecidas, precisan respetar una norma de Derecho y una ley que manda y que es Dios quien aplica este juicio como soporte de la sociedad civil; pero que son los hombres quienes instauran cuáles han de ser los órganos de esas autoridades y ellos, por consiguiente, alivian libérrimamente los rumbos de Gobierno de su agrado y ventilan quienes son las personas en que el Poder ha de personificar.

La Iglesia misma lo precisa así, como lo prueba que con similar respeto reflexiona las Monarquías de derecho hereditario que las Repúblicas liberalmente elegibles.

Ciertamente, el Poder viene de Dios, pero los hombres que lo practican no reciben de Dios cercanía ni inspiración de ningún género.

En el derecho por la sangre, en las Monarquías de derecho hereditario, el rey es Rey puramente porque es hijo de su padre.

La razón parece suficiente frágil, pues el que un hombre haya sido engendrado por otro no supone en él condiciones de carácter ni de capacidad para ejercer el mando. El hijo puede ser malvado o estúpido y en tales condiciones es provocativo proporcionarle facultades para gobernar. Pero el sistema tiene una ventaja y es que el Monarca no debe nada a nadie ni nada tiene a nadie que pedir para ocupar su puesto, y, por consiguiente, puede ejercer sus funciones con entera independencia de los partidos y de las personas.

Palpablemente que la mayoría de los reyes hereditarios suelen ser un poco inclinados al poder personal contra el cual no hay otro remedio sino la revolución y el repudio. Más esta punible tendencia suele estar compensada por los hombres políticos, cuando éstos saben cumplir con su deber y refrenan a los monarcas dentro del límite de sus potestades, que son, reinar y no gobernar.

Fuera de ese caso excepcional y justificable, la verdadera fuente del Poder es el sufragio. Si la sociedad recibió de Dios el encargo de organizarse civilmente, ella, toda ella, es quien ha de elegir sus rectores. Pero ¿toda ella? Esto es, ¿mediante el sufragio universal? Sí, audazmente, decididamente. Mediante sufragio universal categórico, directo y secreto.

Si el sufragio no es universal tendrá que ser restringido. Y ¿Cuáles serán las restricciones? Todas ellas son insostenibles y absurdas.

Antiguamente sólo votaban los que gozaban determinada renta o pagaban cierta contribución. O sea, los más o menos ricos. El jornalero y el necesitado no tenían voto. Pero bien pronto se comprende que tener dinero no quiere decir tener talento, ni cultura, ni serenidad de juicio ni desinterés. Muy al contrario, l que tiene dinero buscará siempre para representarle a un defensor de la riqueza, a uno que libre a los ricos de obligaciones y deberes, a uno que descargue sobre los menesterosos la parte más dura y apretada de la vida y que procure para los bien hallados las comodidades posibles y las bienandanzas apetecibles. ¿Se quiere un ejemplo? Pues cuando había en España sufragio limitado, sólo prestaban servicio militar y arriesgaban su vida los pobres, pues los ricos se excusaban del duro deber pagando x cantidad de dinero; y a poco de haber sufragio universal, se acabó tan irritante desigualdad y se estableció el servicio militar obligatorio, con lo cual fueron a morir los ricos y los pobres. El caso no puede estar más claro. El rico puede ser tan torpe, tan ignorante y tan inculto como el pobre, o más. Presumir que el rico sabe mucho mejor a quien elige, es tan absurdo como si sólo se permitiera votar al pobre. Una y otra cosa significa establecer una política de clase, lo cual es atentatorio a la nativa igualdad de todos los hombres.

Otros han querido destruir el sufragio universal con disimulos más o menos artificiosos. ¡Que vote todo el mundo! -han dicho-, pero que vote con arreglo a sus calidades, teniendo más votos el que tenga más acreditada capacidad o mayor número de intereses que defender. Así, quien posea un título y un empleo, tendrá tres; quien tenga tres títulos, tendrá cuatro votos, etc. El soltero dispondrá de un voto, el casado con cinco hijos, disfrutará de dos, el que tenga diez hijos, de tres. Y así, equilibrándose la fuerza del voto individual por la acumulación de votos debidos a lo profuso de la familia, o a la elevación de la capacidad académica, se impedirá que los humildes tengan una fuerza electoral predominante.

Todo esto es desatinado, desde el principio hasta el fin. Primero, porque la función de la elegibilidad no tiene nada que ver con la competencia científica, pues buscar a los que representan una opinión o tendencia, no guarda relación con la química, ni con la arqueología ni con la cirugía, y el Bien le procura de igual modo todo el mundo aunque no sepa donde se encuentra la Universidad.

Después, porque el mérito académico no se acuerda con la luz natural para apreciar las utilidades de cada instante.

En tercer término, porque si los graves problemas de la actualidad que empantanan al mundo son los económicos, esto es, los de la propiedad y el trabajo, privar de voz en ellos al elemento más profuso y más necesitado es glorificar una horripilante injusticia. Y en último término, porque si los deberes los cumplen por igual todos los hombres, como pagar los impuestos, facilitar el trabajo obligatorio, ser miembros del jurado y, sobre todo, jugarse la vida con las armas en la mano cuando surge la conflagración, ¿Por qué se ha de privar a los sumisos del derecho primario de buscar quien haya de llevar su voz en los congresos parlamentarios y en los concejos? Claro que muchos practicarán este derecho muy mal, pero serán iguales los ricos que los pobres.

Claro que tendrán nublo su juicio por el interés, pero serán lo mismo los ricos que los pobres. Claro que intervendrán las pasiones enaltecidas, los descarríos del espíritu, los odios, las venganzas, las codicias, pero serán igual en los ricos que en los pobres. Para hacer las leyes hay que optar entre dos soluciones: o las hacen los hombres coronados por el Espíritu Santo con los dones de un acierto acertado ante los cuales nadie puede refutar, o las hacen todos los hombres en general, sin distinguir de buenos y malos, de tontos y prudentes. Ser hombre es sinónimo de ser votante.

Queda por hacer una exhortación principal. En muchas partes se emplea el sufragio universal para elegir a los gobernantes y aun a los jueces. Ello es una grave equivocación. La función del sufragio sirve para designar a los que han de simbolizar una tendencia, un criterio, una orientación; por ejemplo, ser socialista o individualista, querer la paz o la guerra, defender la religión o el ateísmo. Se eligen los amplios caminos de la vida y quienes han de encarnar un pensamiento o un anhelo. Mas el ejercicio de las funciones públicas es cosa totalmente distinta.

Para ser Ministro, Gobernador o Juez, son ineludibles condiciones establecidas de competencia, de carácter y hasta de salud. Se puede elegir a un Juez por ser un modelo de sabiduría en Derecho, pero si luego ese hombre es indolente o padece una enfermedad grave, no hay duda de que será un mal Juez.

Por eso la nominación de los funcionarios o debe quedar fiada ni al gusto del gobernante ni al arrastre de las masas. Ha de ser obra de unas leyes justas que marquen las circunstancias necesarias y el modo de confirmarlas con las posibles garantías: tantos años, tal aptitud, tal experiencia, tales evidencias, etc. El pueblo buscará así a sus funcionarios, pero lo hará de un modo indirecto, a través de una destreza legal dictada por sus representantes.

Alcanzase en ejecución que los orígenes del Poder son tres:

La ley de sangre en las monarquías hereditarias.

El sufragio universal para los cargos representativos.

La ley, para las demás funciones públicas.

Queda por hacer una última reflexión relativa al Jefe del Estado. En unos países le eligen las Cámaras legislativas, el Congreso y el Senado. En otros se elige mediante sufragio universal. Los dos sistemas tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Son igualmente admisibles.

Pero quizá sea lo mejor buscar un sistema intermedio, de elementos populares, como se hizo en la República española, donde se confió la elección a la Cámara de Diputados y a un número igual de representantes escogidos mediante sufragio universal, esto es, haciendo para estos electores una votación intermedia o de segundo grado.

 

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