Pedro Peix: muerte súbita y lacerante

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EL AUTOR es abogado.

 

Esta muerte recorre las anchas avenidas por donde han transitado personajes ilustres de la literatura universal y las calles de los hombres anodinos. Esta muerte tan súbita y lacerante toma al mundo intelectual antillano y latinoamericano un tanto despistado, indiferente, pero hay otro mundo para sentir, para llorar y para decir, que todavía no acaban de morir las alamedas ni las almas invisibles que no mueren en la calle El Conde ni en ningún lugar del universo.

Pedro Peix murió el sábado en el aniversario del nacimiento del poeta santiagués Dionisio López Cabral. Murió precisamente un día doce de diciembre cuando se suponía que la tarde no terminaría su tránsito embriagada de nostalgia ni conmocionada por el espejismo de la muerte que se volvió sustantivo en una isla donde habitaron Manuel del Cabral, Freddy Gastón Arce, Pedro Mir, Federico Bermúdez, Héctor Incháustegui Cabral, Tomás Hernández Franco, René del Risco Bermúdez, entre otros.

Esta vez el canon del silencio no cambiará su conducta ni tendrá como manto cómplice la madrugada. Esta vez el canto del gallo es Pedro Peix Pellerano y ese canto sobre el canon hará de ninfa para despertar el alba y hacer gotear el rocío mañanero y los pétalos relentes de las primeras lágrimas del amanecer.

La claridad del día dejaba escapar una silueta sobre el brillo y los rayos penetraron subrepticios en aquel cuerpo cuya vida caía extenuada. El poeta y escritor eminente soñaba incluso frente a la consunción que exhalaba el perfume exquisito de la inmortalidad y de la vida.

Pedro Peix nunca pensó que su pluma enérgica y elocuente, la que alzaba su idealismo, su ética y su filosofía sobre los acantilados, como si hubiese sido uno de los alumnos preferidos de Aristarco, tutor de los infantes de la familia real, se detendría con el simple pellizco descortés de un infarto fulminante.

Si «la muerte es una quimera porque mientras exista, no existe la muerte y cuando existe la muerte, ya no existo yo», como dijera Epicuro de Samos. Entonces esta frase encaja con lo que Pedro Peix Pellerano, el escritor iluminado, llegó a pensar mientras vivía y ahora que ha fallecido es cuando su muerte es una realidad. Se sabía que Pedro no le temía a la muerte. Desafortunadamente él estaba, como dijo Woody Allen, donde no debió haber estado cuando llegó la muerte.

Casi siempre los verdaderos escritores suelen morir cuando el sol se va debilitando y dejando de iluminar la musa que enciende el soplo maravilloso de la inspiración humana. Sin embargo, cuando escalamos el monte de los Olivos, al este de Jerusalén, vemos al atardecer que la mano de Dios está ahí tratando de sostenernos para que no se extinga el esplendor de nuestra vida terrenal.

En otra dimensión geográfica y humana una voz alta de la canción popular española como Nino Bravo nos dice: «Cuando Dios hizo el Edén pensó en América». Sus viajes a edad temprana le permitieron una visión abarcadora del mundo. Así, cuando muchos atrapados por el dolor y los efectos de una guerra que no quisiera recordar tuvo la valentía, a pesar de su juventud, de hacer literatura demarcada de la impronta y tal vez del justo sufrimiento pero era necesaria otra voz que nos dijera sin escribirlo que aquello era pasajero. Tal vez por eso se demarcó de las tribunas y los panfletos que cruzaban como relámpagos, sin que ello signifique que en algún momento hubo repuestas en buena literatura a las raíces heridas.

El navegante de Peix no fue odiado por el canon por amor al arte. Lo odiaron profundamente a partir de lo que Joseph Stiglitz podría llamar «vientos violentos del neoliberalismo», que atrapó hasta el corazón de la prensa tradicional latinoamericana. Por algo su columna en el matutino Listín Diario dejo de aparecer. Sin embargo, el más emblemático periodista, don Rafael Herrera supo valorar el trabajo valioso y el pensamiento filosófico de Pedro Peix.

Pero Pedro Peix no sería entonces paradigma para el canon, pues mientras este último aprisiona su lengua como serpiente calculadora, nuestro homenajeado ido a destiempo el sábado 12 de diciembre le dio riendas sueltas a su pensamiento sin bloquearlo en una oficina palaciega o en otro lugar de la fraccionada y pagada en euros y dolores,  sociedad civil.

Cómo no decir que Pedro Peix, con todo el erotismo de su literatura y su ardiente forma de amar a las amantes como Víctor Hugo, es un referente moral, es una voz filosófica e irreverente para estrujarla sobre el silencio de los que perdieron la vergüenza.

Recordar siempre vale la pena, pues de lo contrario perderíamos la memoria. Hoy tengo que recordar que el poeta Dionisio López Cabral, a su manera, desde Santiago, tal vez Yaque abajo para conectar con Montecristi y correr a la cercanía de la arena sin agua del Masacre. Posiblemente allí, sin una sinfónica tocando a mangas de camisa, las voces del poeta santiagués tomaren el irreversible camino de los universos paralelos porque esos universos no son de nadie.

Hoy un nihilista como Pedro Peix Pellerano, un gran escritor dominicano nacido de paso en Costa Rica, se junta con Dionisio en algún lugar. Sé sin miedo a equivocarme que harán otra cafetera, otra calle El Conde, otro barrio El Ejido, otra Ciudad Nueva. Sé sin el mínimo temor que Dionisio Cabral tomará la llave de San Pedro, abrirá la puerta al autor de «El fantasma de la calle El Conde» y le dirá: «¡Peix, vamos a beber!» y correr sobre la arena ya casi sin agua del Masacre.

No debo ponerle un final a este trabajo sin recurrir al Fausto de Goethe, como personaje de una fábula que intercambia su alma por el conocimiento ilimitado. Pedro, como si fuese Fausto hablando desde el bosque y la cueva exclama: «Espíritu sublime, tú me diste, me diste todo cuanto te pedí. No en balde me mostraste tu faz en aquel fuego». Y continua diciendo: “Me diste por reino a la majestuosa naturaleza y fuerza para sentirla y gozar de ella. No me permitiste únicamente la fría visita de la admiración, pues me concediste mirar en su hondo pecho como si del alma de un amigo se tratara. Y ante mis ojos se eleva la pureza de la luna, dulcificándolo todo desde sus alturas”.

Pedro Peix
Pedro Peix
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