OPINION: El odio a nosotros mismos
El odio se define como un sentimiento, asentado muchas veces en cuestiones mal planteadas. Al grupo odiado se le descalifica. Se le combate con saña. Una muestra de odio fue la guerra no declarada que han emprendido los responsables del Estado haitiano, tras mantenernos ilusionados durante varios meses en diálogo binacional. Como aquellos comandos de la Lufwaffe, los dirigentes del Gobierno haitiano construyeron una coalición con los quince países del CARICOM para ponerle punto final a nuestra soberanía; nos desacreditaron en la ONU, en la OEA y ante la Unión Europea y emplearon todas sus relaciones internacionales para hundir el turismo dominicano. El 7 de julio comenzó la campaña oficial del Instituto haitiano de Justicia, radicado en Massachusetts “Whig I Cancelled My DR Trips”. El éxito de la diplomacia haitiana se define por su capacidad para hacer daño, y bloquear el ejercicio de la soberanía de los dominicanos.
En toda campaña de odio hay un relato que se emplea para sembrar cizaña y ganar adeptos en el combate. Los haitianos nos acusaron brutalmente de haber provocado una crisis humanitaria. Ese lenguaje ha estado siempre precedido de intervenciones internacionales. En Ruanda y Burundi, en Zimbabue, en Biafra. Si la proclama internacional no logró, en lo inmediato, la intervención contra el Estado soberano de los dominicanos, cuando menos hemos salido bastante desacreditados. En ese caballo de Troya han fundado todas sus esperanzas los dirigentes haitianos, que ya han renunciado formalmente a rescatar a su país y prefieren apoderarse del nuestro.
En el relato del que odia a los dominicanos aparecemos como la nación agresora, cuando, en realidad, hemos sido el país agredido. Sus grandes líderes nos invadieron siempre. Toussaint Louverture nos invadió a nombre de una Francia que nunca le había dado a un esclavo esas potestades en 1801. Dessalines lo hizo en 1805, y trato de apoderarse de la colonia, rematando su retirada con las espectaculares matanzas de Moca y Santiago. Boyer nos ocupó en 1822; suprimió nuestra independencia y desmantelo nuestros bosques y riquezas para pagar el reconocimiento de su Independencia. Con la sangre en la cintura, tras una larga guerra, los dominicanos le arrancaron su libertad a los haitianos en 1844.
Lo que se baraja es un proyecto de sociedad, donde la ciudadanía no tenga relación con la nacionalidad de cada individuo. En ese esquema se concibe al país como un mercado, y no como una sociedad, con deseo de construirse sobre sus bases históricas. La idea que se ha echado a andar es que la solución del problema haitiano se halla en la República Dominicana. Ese proyecto que revolotea en la cabeza de empresarios haitianos y dominicanos (proyecto binacional Quisqueya), y en el intervencionismo internacional, no puede concretarse en un Estado supra nacional, que supondría un inmenso frenazo a todas las conquistas sociales de los dominicanos. Sin la nación, , el pueblo dominicano perdería su capacidad de autodeterminación y anularía su libertad. Por más dialéctica que inviertan los haitianos y los traidores criollos que nos odian, el pueblo dominicano no es xenófobo. Todo lo contrario. Se trata de una de las naciones más hospitalarias del continente. Nosotros hemos sido capaces de incorporar a seres humanos de los lugares más recónditos del mundo, lo que no podemos es incorporar a otro pueblo, para suplantar al nuestro en todo lo que son las conquistas sociales. El primer reconocimiento al cual se halla obligado el Estado es el reconocimiento de la propia cultura nacional.
Para alcanzar esos fines inconfesables, se han empleados los medios más brutales para deformar la realidad de dos naciones desiguales y asimétricas, suplantándola por una leyenda negra que presenta a la República Dominicana como la culpable. Ante la ONU, ante la OEA, ante el CARICOM y ante todas las ONG que viven de la propaganda contra nuestro país los dominicanos desempeñamos el papel del agresor, y merecemos ser intervenidos, desacreditados y privados de la soberanía. Son muchas las muestras dolorosas de todos esos personajes que han renunciado explícitamente a defender al país. Los círculos del odio, como las estaciones del infierno de Dante, son varios, y muestran el laberinto en el que estamos los dominicanos. Veamos algunas de sus menudencias.
- La destrucción de la historiografía
En el libro de Ciencias Sociales del sexto grado autorizado por el Ministerio de Educación para todos los estudiantes de las escuelas públicas se acusa al país de practicar el apartheid:
El sistema racial y político del apartheid que existió en Sudáfrica, extremo sur del continente africano, es una expresión del racismo en el presente. De igual manera, el trato que reciben los latinoamericanos en los Estados Unidos y en el continente europeo, así como los haitianos en nuestro territorio por parte de algunos criollos (Ciencias Sociales, 2009. MINERD, Actualidad Escolar. Véase, además, edición revisada en el 2014 para los colegios privados)
¿Hacia dónde nos llevan estos discursos autodestructivos? ¿¿Qué haremos con unos libros que, en lugar de mostrar los pormenores de nuestra historia, promueven la descalificación de la nación completa, y fragmenta la sociedad en etnias antagónicas? Toda la proeza de un pueblo enfrentado a enemigos muchos más poderosos, aparece conectada con el propósito de culpar al pueblo dominicano de racismo.
Dicen los autores del libro, refiriéndose al pueblo dominicano: “en la actualidad conservamos cierto rechazo hacia la población negra y principalmente de nacionalidad haitiana” (pág. 115).
El libro omite de las rebeliones indígenas del continente la historia del cacique Enriquillo, primer rebelde de América; centra el interés en la historia haitiana, que aparece explicada en varias unidades, mientras la independencia dominicana queda reducida a una unidad; distorsiona las propias informaciones que sirve sobre Haití, pues omite los preceptos de su Constitución de 1805. No fue la igualdad lo que rigió esa Constitución sino el predominio de la negritud. Todas esas maniobras han sido llevadas a término con el silencio de los historiadores, indiferentes, ante unos enfoques de la historiografía que destruye los valores en los que se fundamenta el pasado. La misión de los historiadores dominicanos no es demoler los resultados históricos que nos condujeron a la Independencia, sino el de preservar el esfuerzo de todas las generaciones pasadas, que, en medio de adversidades inmensas, fundaron el Estado nacional en 1844.
- La culpabilidad permanente
En Juan Dolio, el Ministro Gustavo Montalvo acusó y culpabilizó a los dominicanos del ejercicio del odio.
“la verdad objetiva es que la política de odio sembrada en el pasado ha tenido un costo elevadísimo para esta isla. En todo el mundo hay países que han dejado atrás lo peor de su pasado, para centrarse en su futuro. No olvidemos que los libros de historia que leerán nuestros nietos se escribirán con el fruto de nuestras acciones” (10/7/14)
Examinemos las palabras del Ministro.
¿Están, en verdad, los dominicanos poseídos por el odio? ¿Es necesario que de la conciencia de la población, sus sueños, sus visiones, sus ideales, sus proyectos sean sometidos a depuración para que expulsen el monstruo que llevan dentro? ¿Será necesario que nos sometamos a las mecánicas del cilicio, de la tortura y del sufrimiento para expiar los horrores que nos atribuyen los haitianos? Esta penitencia, esta expiación ha comenzado por el propio Presidente Danilo Medina, quien pidió perdón a los haitianos (Diario libre, 8/10/13), en medio de un montaje teatral realizado con los niños haitianos en el propio Palacio de Gobierno.
¿En qué consiste la supuesta culpa?
- Que los hijos de haitianos dejen de ser haitianos para ser dominicanos. De modo tal, que el responsable de la población haitiana, de darle salud, trabajo, documentos sea el Estado dominicano. Tales pretensiones se hallan contra la Constitución y las leyes. Todos los hijos de haitianos, sin importar el lugar donde nazcan o digan haber nacido, son haitianos, y lo mismo acontece con los hijos de dominicanos. Haití tiene tan poco aprecio por sus hijos que prefieren que sean de cualquier parte, antes que reconocerlo.
- Al examinar el tratamiento que se da en la prensa a los atropellos que le inflige esta población a los dominicanos nos tropezamos con el odio y el rechazo a lo propio, protagonizado por la prensa nacional y por las autoridades dominicanas. Compárense las poquísimas repercusiones que tuvieron el asesinato del ingeniero dominicano, Onésimo Marmolejos Santana en Puerto Príncipe (Diario Libre, 14/3/15); la brutal violación de la dominicana Carolina Cruz Peguero, en Hatillo Palma, el atraco a 60 camioneros , cuyas patanas fueron saqueadas e incendiadas (El Nacional, 30/7/15); el secuestro de otros camioneros (Diario Libre, 14/3/15) ; añádase a ese triste prontuario , el espantoso crimen de Franklin Martínez, joven de 16 años, atracado por una pandilla de haitianos, que lo mató a mandarriazos. Compárese el peso que tuvo toda esa barbarie, con la muerte del limpiabotas Henry Claude Jean, en el Parque Ercilia Pepin. Los agravios a los dominicanos han pasado sin pena ni gloria. Se quedan en penumbras. La muerte del limpiabotas llegó a todas las cancillerías; removió las jefaturas de la Policía de ambos países y tuvo el Gobierno dominicano que dar explicaciones solventes y capturar a los culpables. Sin embargo, nadie le hace justicia a los dominicanos. Al parecer, carecen de los derechos que se le reconocen a todos los demás.
Los dirigentes del Gobierno no han dejado de imaginar al Haití que les gustaría tener, y se han olvidado del Haití verdadero. Se han dejado embelesar por el cuento ideológico de la hermandad de los pueblos. En el mundo ya no hay tontos que se traguen esas paparruchas. Han despedazado la soberanía pensando que tras el sacrificio vendría el agradecimiento. Sentimiento que no está en el diccionario sentimental de los haitianos. Y, si algún día lo estuviera, de qué valdría. Un pueblo descerebrado por doscientos años de mentiras, explotación, abandono y resentimiento contra el vecino, al que detesta por su prosperidad, no cambia por unas declaraciones piadosas. ¿De qué sirve haberse prestado a ese teatro?
Se pretende, en nombre de los derechos humanos de los haitianos anular los derechos de toda la nación dominicana. ¿Por qué debe resultar moralmente válido la destrucción de una nación, haciéndola culpable del desastre de otra? La violencia que se ha ejercido en contra del país en nombre de las desgracias, de las montañas de muertos y en nombre del odio a nuestra existencia, solo puede prosperar por la sobrada traición de unos pocos.
El odio que practican las autoridades, la prensa, los políticos y los intelectuales contra el país, lo han llevado a practicar una indignación selectiva: callan los atropellos que padece el pueblo dominicano y convierten en un acontecimiento internacional cualquier disputa con los haitianos. En qué mundo ficticio viven aquellos que promueven un modelo que excluye a los dominicanos de sus conquistas sociales, que manipulan siempre todas las informaciones en contra del país, que actúan abiertamente contra la supervivencia del pueblo dominicano. Porque se han mostrado capaces de declararle la guerra a la Constitución, al Tribunal Constitucional, a las instituciones. El odio es desprecio por el territorio, por la cultura, por el bienestar del pueblo dominicano. Es la ceguera ante un porvenir, plagado de incertidumbres y abismos. Es asistir, gozosos, al derrumbe de la nación y declararle la guerra a todo el que la defienda.
Los haitianos nos acusan de ser rotundamente culpables de sus desgracias. Es la bandera de lucha de todo el victimismo haitiano. Es el argumento que se escucha en los bisbiseos diplomáticos. Es la percepción que se ha sembrado como un sambenito en la agenda internacional. La comunidad internacional ha admitido que se halla ante un Estado irresponsable, que no le otorga papeles a sus ciudadanos, que emplea el chantaje para obtener fondos para organizar unas elecciones inútiles, que trata por todos medios de recurrir al victimismo para que sea el otro Estado el que pague por sus incapacidades, injusticias e insuficiencias.