OPINION: Adiós, hermano Luis Kenton

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Luis Kenton.

  
                                             
NUEVA YORK.- Aún con el dolor que me embarga en estos momentos y el impacto recibido en mi cuartucho en Manhattan al saber de su fallecimiento, en mi dolor y conturbación sólo atiné a exclamar: “¡te lo dije, Luis!”.
 
Tú sabes bien a que responde esta forma extraña que aparenta irrespetuosa y un tanto peripatética de despedirte a distancia y sentir tu partida. Luis no fue aquel torbellino amoroso  que te inspiró a escribir sobre el “amor y la caída”, que devino en esta fatal consecuencia; no, el origen de tu caída, no tuvo nada que ver con aquel tórrido y tormentoso romance de aquellos tiempos.
 
Tus inquietudes que fueron tantas como las mías desde lo artístico hasta nuestro enfebrecido marxismo leninismo, irónicamente, luego de décadas, provocaron este lamentable deceso. Esto muy a pesar de que mi vida fue más accidentada y desamparada que la tuya.

El autor es periodista. Reside en Nueva York.
El autor es periodista. Reside en Nueva York.
 
Cuando aquella mañana insistía en que iba a ser gimnasia artística, bien claro te precisé que a nuestra edad era peligroso. En aquel entonces, yo, ya alejado tal vez por ciertos pruritos y rechazando ciertas actitudes licenciosas, me había dedicado definitivamente a la práctica del fisicoculturismo, combinado con el reporterismo.
 
Te dije en ese entonces, todavía persistente en la atmosfera borojoliana aquellos aires musicales del viejo bolero y el son, que debía hacer pesas en vez de dedicarte a esa exigente disciplina.
 
Perdóname Luis, esta extraña manifestación post mortem; pero nunca he podido vencer mi peculiar naturaleza; mis cuitas y frustraciones, esta es una de ella, con la que sólo puedo expresar estas palabras.
 
Sin embargo, te citaré algunas estrofas de aquella canción que siempre solicitaste que interpretara para ti. Creo que todavía recuerdas aquel vals, eso creo, interpretado por el tenor de la voz de ceda, Juan Arvizu, intitulada, “Manos adoradas”.  Ahora, a  tu memoria, escribo los trozos que todavía recuerdo.
 
“Las manos de mi madre/ si no hacen siempre algo/ tranquila nunca están…las manos de mi madre son manos adorables/… por rústicas y viejas que bellas son sus manos/ lavando tanta ropa/ cortando tanto pan/ corriendo por la casa/la mesa acariciando/…buscando en el descanso/ la aguja y el dedal/….y tristemente digo/ que lejos que se encuentran/ que lejos de mi angustia/ y de mi soledad”. 
Excúsame por esta escueta despedida tal vez por impotencia y rabia, muy inusual. Adiós, hermano Luis Kenton.
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