OPINION: Nadie ha hecho más por Haití que RD
En una visita a la Isabela, Puerto Plata el enviado especial del papa Francisco, cardenal salvadoreño, monseñor Gregorio Rosa Sánchez, hizo un ardoroso llamado a los dominicanos a tratar como hermanos a los ciudadanos haitianos.
Sorprende el pedido del religioso a un pueblo, como el dominicano, que ha sido solidario, sensible y comprensivo con el vecino país, inmerso en una grave crisis económica, social y política, sin parangones en la Región.
Su postura sobre el tema está cargada del mismo sesgo con el que muchos abordan el drama haitiano, centrados solo en la situación de los migrantes que huyen de la pobreza extrema, de la falta de oportunidades a territorio dominicano, pero evaden penetrar a las causas que han convertido a Haití en el pueblo más pobre de América y El Caribe.
Monseñor Rosa Sánchez apeló a sus “profundos conocimientos de la realidad haitiana”, adquiridos según sus propias palabras, en un tiempo vivido en la zona limítrofe con la República Dominicana, mientras realizaba una maestría. Soslaya, adrede, la génesis del descalabro de ese pueblo, para tocar la irresponsabilidad de la elite, de la dirigencia política y empresarial.
Esos sectores han sido indolentes frente a la tragedia de un país que se cae a pedazos, las inequidades, la abismal diferencia entre el tres por ciento de sus casi 10 millones de habitantes dueño de todo y el 97 por ciento que tiene poquísimo o nada.
Ese es el otro nombre de la injusticia, de la insensibilidad social y humana, de la ambición y la actitud avara de los portentos haitianos, que se hacen ciegos, sordos y mudos frente a la desgarradora realidad de millones de almas que parecen haberlo perdido todo, hasta la esperanza y la confianza en un futuro menos incierto.
Desde las alturas de las encumbradas y hermosas colinas del exclusivo Petion Village, muy cerca del centro de Puerto Príncipe, la Capital, sobresalen lujosas residencias, símbolos del poder económico y el oropel de la próspera clase empresarial y política haitianas.
Abajo, barrios convertidos en favelas, en tujurios, compiten en la pobreza rampante, el abandono y el olvido en calles mugrientas, donde deambulan adultos cadavéricos, niños de cuerpos escuálidos, desprovistos de servicios básicos, hasta de sueños y ganas de vivir.
Todo eso, es tan real, como la vida mima, como el Dios en el cual cree el cardenal salvadoreño. Debió decirlo, nunca estará de más, denunciar la injusticia social. Le luce menos a un enviado de Dios. El prefirió asumir el discurso de moda, enarbolado por los que, de manera interesada, insisten en imponer a la República Dominicana la responsabilidad de resolver el problema de Haití, un Estado fallido.
Ah, no le pareció prudente hablar de la indiferencia de la comunidad internacional, como Estados Unidos, Canadá, Francia y otras naciones europeas, con economías solidas y mayores recursos, las cuales han hecho muy poco o nada para ayudar a redimir a Haití del lodo, de la espantosa miseria, y del lastre de una historia de dolor.
Olvidó, el enviado de su Santidad, que las parturientas haitianas son más del doble de las nacionales dominicanas en los hospitales de la zona fronteriza y también del Distrito Nacional y la provincia Santo Domingo.
Los servicios de atención a la salud a la población haitiana absorben gran parte del presupuesto dedicado a ese sector por el Estado Dominicano. También obvió el señor cardenal de El Salvador, que los haitianos ocupan casi la totalidad de la mano de obra en la construcción y en las labores agrícolas, una parte considerable del comercio informal en la Capital y las principales ciudades del interior, donde conviven de manera pacífica y civilizada, sin ser atacados, ni perseguidos por los dominicanos.
Si quisiera un ejemplo de ello bastaría con visitar el Pequeño Haití, la comunidad haitiana más numerosa en el Gran Santo Domingo, en el entorno del Mercado Turístico de la avenida Mella, donde los nacionales del vecino país controlan el comercio. Eso les permite enviar dinero a parientes y amigos y aliviar las precariedades de sus hogares.
Esa es solo una mirada al presente. Si el cardenal Gregorio Rosa Sánchez hurga un poco más hacia atrás deberá saber que la historia de las relaciones del Estado Dominicano con el Haitiano está cargada de acciones solidarias que han contribuido a aligerar el oprobioso drama de los ciudadanos de ese país.
La pederastia, los abusos sexuales de curas y jerarcas niños y niñas, los escándalos de corrupción en el centro mismo del Vaticano, el Estado más poderoso del mundo, y la creciente crisis de confianza, la debilidad de la fe en la feligresía, son preocupaciones suficientes para ocupar la atención de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Eso concedería, al menos una duda razonable, a sus múltiples soslayos al referirse al trato de los dominicanos a los ciudadanos haitianos.
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