Mi viejo barrio

Con mis árganas repletas de recuerdos inicie mi tradicional recorrido de fin de año  por San Carlos con el fulgurante entusiasmo de encontrarme con amigos de la niñez y adolescencia y con bellas doncellas que enternecían nuestros sueños infantiles o atribulaciones de la pubertad. Siempre es gratificante volver al pasado.

En la Juan Bautista Vicini, brotaron mis primeras lágrimas, cuando mis ojos avizoraron el único trecho que quedó de lo que fue  la Damián del Castillo, la calle donde nací, en cuyo traspatio fui testigo de la “Agonía de Macaria Perez” y de “La Mujer del Cabo de la Guardia”, historias que tratare de contar en dos novelas.

En ese lienzo de asfalto, que fue fusionado con la calle Paris y avenida Amado García para convertirla en la hoy 27 de Febrero, no pude hablar con Ovadis, Pilón, Pepe, Julio, Ramoncito, Rumancio, Hector, Cañón, Nelson, Tito, Roberto, César y otros muchachos que jugábamos pelota en medio de la calle o en el estadio de la de la Normal, donde me ubicaban entre los peores peloteros.

Tampoco pude ver a los hermanos de mis amigos, que junto a los míos enfrentaron a los “Paleros de Bala”, a quienes años después les llevábamos comida a los comandos  desde donde combatían  a las tropas interventoras. La ferretería Darío ni el colmado de Don Mariano están donde estaban.

En vano fueron mis esfuerzos por  charlar con Mon, el zapatero, que vivía al lado de Tajan Martinez, el que pintó el Jacho Prendió del PRD,  frente  a Micaela, la  anciana que criaba muchos gatos y que todos creíamos que era bruja, que a su vez era vecina de una señora que dicen trataba bien a nuestros hermanos por unas cuantas monedas.

Julita nunca abrió la puerta delantera de su casa en la Damián del Castillo casi esquina Abreu. El portón permanecía cerrado porque en la sala tenía un Altar, frente al cual  enseñaba sus habilidades para predecir  el futuro mediante la lectura de una taza manchada de café.

En la mueblería de Domínguez, pregunte por Pupilo, el personaje que rehusó el papel de combatiente de la Revolución en mi novela, para seguir bailando al mediodía y  en tarde  todos los sones y guarachas que difundían los programas “De Fiesta con la Sonora” y “Ayer y Hoy en la Música”, por la Voz del Trópico y Onda Musical.

Me hubiese gustado volver a ver a Eda y a Milagros, dos hermosas muchachas presentes en todos nuestros sueños infantiles, lo mismo que Tamara y Nélcida, pero nadie puede estar en un lugar que no existe, ni menos congelar  en el tiempo la juventud y la belleza.

Antes de llegar hasta la escuela Brasil, donde formé parte de la “Patrulla Lobo”, del Grupo Scout 19, me detuve en la escuela Chile, donde creí haber visto al profesor Jose Moa y Feliciano, mi maestro de sexto Grado, y a Josefina Perez del Villar, mi profesora de tercer curso, quienes forjaron a más de una generación de sancarleños.

Recorrí casi todas las calles de San Carlos, pero cuando quise  desmontarme del vehículo para saludar a un  amigo de infancia, me di cuenta que  ya no existe, ni ese amigo, prisionero del alcohol y de las drogas, es el mismo. También entendí porque  mis ojos derramaron lágrimas desde el mismo momento que ingresé a mi viejo barrio.

 

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