Las palomas perdidas de Oviedo (DOMINGO) NO ESTA EN EL ORDEN

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Por allá por los comienzos de la década del 60 en el país todavía existían riquezas naturales inmensas, muchas de ellas ignoradas por la mayoría de los dominicanos, entre éstas los nidales de las aves migratorias procedentes de La Florida, patos y palomas, que llegaban en enormes bandadas a la zona sur, este y nordeste del país. Quien a la sazón era encargado de la Colonia de Juancho, un asentamiento campesino de la Reforma Agraria regenteado por la Secretaría de Agricultura, el ingeniero agrónomo José A. Leonardo Polanco, cuenta que existía para esa época un sitio del poblado de Oviedo, en el lejano Sur, conocido como “El Guanal”, donde la población forestal era precisamente una tupida vegetación de árboles de guano, cuyas semillas eran muy apetecida por las palomas que procedían de La Florida Estos árboles acogieron por millares y millares los nidos hechos por las palomas para criar sus pichones. Las matas de guano, el suelo y toda el área circundante se teñían de los hermosos colores de estas aves migratorias que llegaban a la isla huyendo del frío nórdico. Como era normal, esta proliferación de aves migratorias atrajo a numerosos cazadores que se iban en romería a buscar a las palomas con diferentes finalidades. Una de ellas era degustar la rica carne de las mismas. Armados de escopetas de repetición aquellos hombres no tenían ni siquiera que apuntar. Disparaban al vuelo a las bandadas de desesperadas palomas que chocaban unas con otras en un constante huir de aquí para allá. Pero el fuego era tan nutrido y las palomas eran tantas, que caían y caían hasta formar decenas de pilas regadas por los suelos. A estos depredadores se unían muchas personas que no tenían armas para cazar las palomas, las cuales simplemente utilizaban palos y piedras que lanzaban al aire al paso de las bandadas de palomas, logrando derribar siempre una o dos cada vez que arrojaban estos instrumentos. Eran tan compactos los grupos de las aves, que chocaban con las piedras y palos y caían abatidas. Entre las palomas cazadas figuraban ocasionalmente varias que tenían en las patas el anillo que le colocaban biólogos y especialistas que en su lugar de origen las marcaban para darles seguimiento y observar las características de las migraciones. Eso no preocupaba ni interesaba a los exterminadores de las aves. Decían los lugareños que muchas veces aquello parecía una fiesta de Año Nuevo, por la cantidad de estampidos producidos por los disparos. Pronto los cazadores tuvieron que buscar ayuda para levantar las palomas tiradas en los suelos. Entonces contrataban a niños que llamaban “Mochileros”, los cuales se encargaban de arrojarlas en sacos. Los cazadores eran en su gran mayoría militares, que se hacían acompañar de civiles invitados a la cacería. Muchas de las armas utilizadas eran las decomisadas por los guardias y que estaban en los cuarteles. Algunas habían sido utilizadas no precisamente para matar palomas, y eran cuerpos de delitos. Nos cuenta el ingeniero el encargado de la colonia de Juancho, Leonardo, que aparte de matar las palomas adultas, los cazadores atrapaban los pichones, que eran recogidos cuando estos caían al suelo, luego de “remenear” las matas de guano. Los pichones “llenos”, con masas un tanto duras y casi terminados de emplumar, eran utilizados para comer junto a las palomas adultas. Los pichones “tiernos”, aquellos que no habían completado la fase de emplumar y lucían blandos, eran tomados para alimentar los cerdos que criaban en gran cantidad los lugareños y finqueros. Los niños “mochileros” se habían acostumbrado a sentir la masa que se movía dentro de los sacos que cargaban, oír los chillidos de los pichones apretujados y faltos de aire, hasta que se iban apagando en el camino, asfixiados o ahogados por la sangre de las palomas adultas heridas por los perdigones. Esos niños se encargaban de matar a los que llegaban vivos al sitio de destino, creando una fría indolencia ante el dolor de los pequeños animalitos. Nadie le ponía freno a esta tropelía, vista como algo normal en aquellos años. De modo que las aves migratorias, al sentirse sitiadas por los cazadores, cada vez venían menos a la isla, en tanto crecía el número de personas que iba a dispararles con escopetas y rifles. Hoy el ingeniero Leonardo Polanco observa que hace muchos años que en Oviedo no se ven las palomas. Azotadas por los lugareños y visitantes armados de palos, piedras, escopetas y rifles, en obediencia a un natural instinto de conservación de la especie que les hacía antes venir a anidar para reproducirse, ahora huían de la zona que las exterminaba. Ahora, un comprador puede ofrecer más de mil pesos por una paloma y no hay quien se la oferte. Ya las palomas desaparecieron de Oviedo.

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