Las guerras, unas conocidas y otras ignoradas (2)

En sentido general la guerra, con su ponzoña de odio, equivale al fracaso del diálogo. Por eso en toda confrontación armada se suele maximizar la crueldad susceptible en el instinto humano.

Eso no puede separarse de una frase que ha perdurado por miles de años en los informes de todo tipo de conflagraciones, y cuya esencia es que en toda guerra la verdad es la primera víctima, pues casi todo lo que cada parte divulga es un divorcio total con la realidad.

La guerra, sin importar del tipo que sea, tiene nexos con muchos aspectos de las actividades cotidianas.

Por eso se considera una verdad rotunda el juicio del historiador y militar prusiano Carl von Clausewitz cuando señaló que la guerra no es otra cosa que la política, pero por otros medios, y que el ataque conduce a la defensa, aunque la última victoria es la decisiva.

Eurípides, el gran poeta que con Esquilo y Sófocles convirtieron el género teatral de la tragedia en uno de los aportes más significativos de la cultura de Grecia, escribió en una de sus obras, evocando la guerra, que:

“Si ha de violarse el derecho, ha de violarse para reinar; para los demás casos, respeta la justicia”.

Hago esa referencia porque en la materialidad de la guerra, antes y ahora, generalmente los comandantes y los combatientes hacen añicos la parte final del párrafo anterior. Así ha sido siempre.

Por poner un ejemplo de eso, en la llamada Paz de Westfalia, firmada en esa región de Alemania en el 1648, en la cual se recogieron tratados multilaterales, sus redactores y firmantes pretendían una cosa, pero el desbalance del poder militar entre unas naciones y otras estimuló más de un conflicto.

En su obra titulada Vida de los Doce Césares, el historiador latino Suetonio destaca las guerras protagonizadas, durante cientos de años, por el Imperio Romano. Muchas de ellas ignoradas y realizadas en lugares tan remotos que ya han desaparecido de los mapas mundiales.

Pero lo destacable de eso es que el referido autor demostró que una de las fórmulas claves para crear el poder inmenso de varias naciones comenzó con el uso del músculo militar que hicieron algunos de sus gobernantes.

Un ejemplo de lo anterior fue el cónsul y dictador romano Cayo Julio César, que luego de vencer a los conservadores del Senado en las batallas de Munda, Farsalia y Tapso ejerció el mando supremo durante 10 años, tiempo en el cual ensanchó grandemente el territorio del mencionado imperio guerreando en los Pirineos, los Alpes, las Cevenas y las cuencas de los ríos Rin y Ródano.

A pesar de que ese personaje histórico (valga la digresión), aun en medio de guerras, se dedicaba a saciar sus pasiones amatorias de todo tipo, lo cual llevó al senador Curión, según relata Suetonio, a discursear que era “marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos”.

A través de la historia ha quedado registrado, especialmente en las guerras de infantería, que millones de combatientes de todos los rangos, antes de enfrentar al enemigo, suelen tener una especie de optimismo ora irracional ora reflexivo, como un mecanismo psicológico de auto defensa.

Pero no menos cierto es que también se ha comprobado que antes de entrar combate se tiene “una sensación de vacío en el estómago”, como bien lo señaló en su diario el jefe de Estado Mayor Aliado en la Segunda Guerra Mundial, el mariscal de campo inglés Alan Francis Brooke.

En el prólogo de un interesante libro que recoge textos ilustrados con mapas de decenas de guerras que en el mundo ha habido el historiador irlandés Peter Snow emite un juicio interesante para profundizar sobre el tema.

En efecto, el referido Snow plantea que: “Las guerras y las batallas que las jalonan constituyen un elemento atemporal de la experiencia humana. El combate es el último recurso a la hora de resolver conflictos cuando todo lo demás falla, y la historia no puede obviarlo…” (Batallas. Mapa a Mapa. Penguin Random House. Edición 2020.Prólogo. Peter Snow).

En su breve pero sustancioso ensayo titulado Civilización y Barbarie el historiador y diplomático colombiano Germán Arciniegas narra el conflicto  interior de muchos combatientes, luego del cese de hostilidades.

Plantea lo anterior haciendo referencia a una anécdota vinculada con el gobernante mexicano del siglo XIX, de origen indígena, Benito Juárez, que luego de tomar por primera vez posesión de la presidencia de su país y notar que un viejo amigo general había desaparecido de su cercanía preguntó por él, y le respondió su secretario: “Me apena decírselo, ciudadano presidente: ese general acaba de pronunciarse porque usted está ahora en el gobierno”.

Por otro lado, es válido decir que unas de las reglas clásicas de las guerras es que en el fragor de los combates no es aconsejable que las partes enfrentadas recojan sus heridos o muertos.

Eso tiene sentido hasta en el mundo de la ficción, pues en una fábula del famoso escritor ruso León Tolstoi se lee lo siguiente:

“Un mono llevaba dos puñados de arvejas en los puños cerrados. Una pequeña arveja cayó al suelo. Cuando el mono intentó levantarla, se le cayeron veinte. Cuando trató de recoger las veinte, se le cayeron todas…”

Tal vez afincado en ese árido marco de cosas era que el general Napoleón Bonaparte arengaba a sus soldados: “Para la máxima victoria hay que ser inescrupuloso”.

Dicho eso sabiendo que ese personaje histórico nunca dudaba de la sabiduría de sus decisiones de guerra; aunque tuvo más de un fracaso, como el que sufrió el poderoso ejército que envió al Caribe comenzando el siglo XIX, con miles de soldados comandados por el general Leclerc, el vizconde Danatien de Rochambeau y otros generales.

Esa derrota caribeña del que llegó a ser cónsul y emperador de Francia fue antes de su desastre militar y político final el 18 de junio de 1815, cerca de la ahora ciudad belga de Waterloo, lugar donde fue vencido por cuerpos de ejércitos de varias naciones dirigidos fundamentalmente por el mariscal de campo irlandés Arthur Wellesley, que no era otro que el duque de Wellington.

La praxis de las guerras, grandes o chiquitas, conocidas o ignoradas, siempre ha sido ajena a la piedad humana.

Debo resaltar que muchas de las reglas más severas usadas en las guerras fueron inoculadas por filósofos, escritores, eruditos y una amplia gama de pensadores. En eso han superado a los comandantes militares, tal y como lo demuestra la historia marcial.

El filósofo indio Kautilia, por citar un ejemplo, pregonaba entre sus discípulos asiáticos, antes de la era cristiana, situándose en un escenario militarista, que al enemigo había que aniquilarlo sin miramientos y ser sordos a sus ayes de piedad, basándose en que:” Nunca se debe ignorar a un enemigo, creyéndolo débil. Puede tornarse peligroso en cualquier momento, como una chispa en una parva de heno”.

Más de mil años después de eso, en la refinada Florencia de la Toscana italiana, Nicolás Maquiavelo no se quedó atrás al escribir sobre la venganza, especialmente en el teatro de la guerra, señalando que: “Un enemigo que permanece cerca de usted es una serpiente a medio morir…”; para concluir que “…la herida que inflijamos a un hombre debe ser, pues, tan grande que no tengamos necesidad de temer su venganza”.

Así se ha tejido siempre la malla empapada en sangre humana que envuelve toda guerra.

jpm-am 

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