Las doctrinas nacionalistas

Las doctrinas nacionalistas no surgen en 1914, ni aun en
1900, es en nuestra época que han
llevado sus frutos y hacen detonar sus consecuencias. Ya al momento de la
Reforma, una primera reacción se había manifestado contra la Iglesia ecuménica
y dado como resultado a la constitución de iglesias nacionales, empleando en su
liturgia dialectos locales en lugar del latín, idioma sabio universal del
tiempo y una jerarquía nacional en vez de una aristocracia de prelados
cosmopolitas.

La Revolución francesa desde su inicio, marcó esta
oposición proclamada por el grito de “Viva la Nación” sustituyendo el “Viva el
Rey”. Al mismo tiempo, las cosas se
aceleraron, pues una conquista o una anexión hecha a nombre de una colectividad
es mucho más pesada para el que la sufre que una simple transferencia de
soberanía de un rey a otro.

Igualmente la
independencia americana fue fatal para los Piel Rojas que pasaron de
súbditos de la Corona de Inglaterra a un
estatus indeterminado que permitió su
exterminio.

Otra fuente del nacionalismo fue la reacción, causada
en Alemania, por la conquista napoleónica. Esta reacción contra un invasor
extranjero, combinada con la corriente anti cosmopolita, ha sido lo mejor
expresado por Fichte.

En una obra poco conocida (Estado comercial cerrado),
Abogó antes de su plena autarquía. La nación, dice, para conservar su pureza y
cuidarse de toda corrupción, debe evitar de comerciar con el extranjero. Ella
debe vivir de los productos de su tierra (sagrada, por supuesto). Muchos se esforzaron con más o menos éxitos,
de hacer renacer las lenguas y las nacionalidades desaparecidas desde la Alta
Edad Media. Su triunfo fue el Tratado de Versalles y lo que sigue. Entre esos
discípulos de Herder se puede, al menos por ciertos de sus aspectos, clasificar
a Mauricio Barrés y también Dostoïevski quien, de una manera bastante confusa y
toda sentimental, celebra la superioridad del “eslavismo” sobre todas las otras
nacionalidades. Las razones que daba eran sobre todo morales, lo que es para el
menos sorprendente si se piensa al marco que traza en sus novelas.

Esto planteado, el nacionalismo ha revestido en el
curso del siglo XIX y del siglo XX las formas más variadas. Se puede decir del
nacionalismo lo que Politis decía del rearme: “todos los caminos conducen
finalmente al mismo”.

La política,
dice, debe conformarse con los movimientos instintivos inconscientes y
hereditarios que dirigen la vida primitiva de los individuos y de los pueblos.
Barrés inventó además el nacionalismo provincial: la consciencia nacional no
penetra en nosotros sino por medio de nuestras provincias. De ahí él toma lo contrario del nacionalismo
francés tradicional que, de Francisco I a los Jacobinos, había combatido los
exclusivismos de las antiguas provincias.

En los Estados Unidos el principal argumento del
nacionalismo es de orden moral. Se funda sobre lo que varios autores han
llamado “el mito de la inocencia americana”.

Entre todas las doctrinas del nacionalismo, la más
coherente y más activa está contenida en
el Tratado de Versalles. En principio, ese tratado dicta el derecho para los
pueblos disponer de sí mismos. Pero ese derecho se refiere únicamente al
nacionalismo lingüístico, todos los otros fundamentos de ese derecho de
auto-determinación son muy vagos. Esta doctrina, cuyo autor el Presidente
Wilson mismo, profesor de derecho público y algunos otros forenses americanos,
favorecía los países nuevos que, como los Estados Unidos, se habían formado de
emigrantes. La segunda doctrina política del Tratado de Versalles fue la
condena de la diplomacia secreta que debía ser remplazada por los debates
públicos sobre el modelo de las discusiones parlamentarias. Con el método del
“Pacto” de la sociedad de Naciones en 1921 y del Pacto de la O.N.U., hoy, el
amor propio nacional es claramente espinoso en la menor discusión. La
negociación internacional, área tradicional de todas las ofertas y de todos los
compromisos, se convierte en la altura y la intransigencia.

La doctrina
nacionalista del Tratado de Versalles y de la Sociedad de Naciones (hoy
O.N.U.), promovió la xenofobia que no era hasta entonces sino una reacción
popular de heterofobia primitiva, al rango de doctrina política. Mientras que
la tendencia en los Estados civilizados era de abolir las discriminaciones y la
segregación y de acordar a todos los ciudadanos la igualdad de los derechos
públicos, el Pacto de la Sociedad de Naciones crea el estatus de las minorías.
Así se las sentenciaba a la vindicta de los más fuertes, amenaza a la unidad y
a la exterminación o a la expulsión.

Para el sociólogo que se esfuerza de suplir por una
voluntad de reflexión metódica a la perspectiva histórica de los
acontecimientos y a la disminución de los siglos, es difícil de buscar en los
últimos cincuenta años los personajes, escritores, periodistas u hombres políticos,
más representativos de las doctrinas nacionalistas. Los hombres de Estado
americanos que fueron los principales autores del Pacto de la Sociedad de
Naciones Unidas elevaron al mismo momento, por una contradicción en la cual
ellos parecen haber tenido a penas consciencia, el más alto obstáculo contra la
emigración europea y las más severas tarifas aduanales proteccionistas. Es
fatal que en ese clima psicológico, las relaciones entre las naciones sean
siempre pensadas bajo el ángulo de la guerra pasada, presente o futura. Y la
civilización es al mismo tiempo una lucha contra el miedo y contra los instintos.

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