Las cajeras no tienen quien les escriba

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EL AUTOR es escritor. Reside en Santo Domingo.

Las cajeras son las heroínas más inmediatas y quizás las de mayor contacto que a diario tenemos antes nuestros ojos. A lo mejor sea esto lo que nos impide valorar su gran esfuerzo. No tomamos en consideración que estas mujeres se exponen a múltiples riesgos en el desempeño de labores que cumplen con innombrables sacrificios en medio de un trasiego comercial y rentista que no reconoce justamente sus aportes.

La importancia de su trabajo, de por si casi  anónimo y mal remunerado, no es tomada en cuenta, se pierde en medio de un consumismo desaforado y compulsivo.

Aun ante los fuertes azotes que estamos viviendo con la pandemia del Covid 19, los que deberían empujarnos a ver la realidad con ojos más solidarios y humanos, las cajeras no reciben los méritos y el reconocimiento que realmente tienen.

Pocos piensan que frente a cada cliente que se dirige a pagar están expuestas al peligro de contagiarse, que con cada operación de cobro que realizan viven   una situación imprevista que puede ir desde un gesto de cortesía simple y rutinario, una indiferente y apática actitud, hasta un desconsiderado y grosero desahogo.

Ellas son puntos de llegada donde el cliente es proclive a detonar emocionalmente su fatiga acumulada en una larga y agoradora fila que se agrava al momento de verificar la cuenta y sacar la cartera. Tarjetas o billeteras en manos, es ocasión para algunos expresarle a la cajera, con desparpajo y arrogancia, con soberbia y desconsideración, sus insatisfacciones y disgustos.

La cajera está ahí no solo para cobrarnos, está para soportar, para escuchar preguntas y exigencias que no están en su control. Es parte de los servicios y de la política del establecimiento que cumple con rigor el sistemático axioma que reza: “el cliente siempre tiene la razón”.

Estamos frente a la cajera, ya hemos agotado el placer de bajar productos de los tramos para llenar nuestros carros rodantes y también nuestros egos. Sin mucha conciencia de ello, recorrimos los pasillos del supermercado visualizando mercancías estratégicamente dispuestas que seleccionamos   nosotros mismos con discreto antojo y elegancia en un ejercicio de poder y ensanchamiento personal. Ya estamos acostumbrados apropiamos de cosas que vienen a satisfacer necesidades, deseos, preferencias, gustos y hasta caprichos y vanidades.

Las cajeras están colocadas en el punto donde las satisfacciones del comprador tienden a resentirse y hasta a destapar algunas disonancias emocionales que vienen a tener su expresión mas notable   al momento de hacer efectivo el pago, parada no tan reposada donde de alguna manera a todos nos duele.

En este punto de llegada, luego de un paseo apacible y gratificante, es donde afirmamos el poder del dinero al servicio de nuestra voluntad y deseos. Es la culminación de un rito de afirmación del yo. Comprar es un ejercicio de poder, y quien pone cierre formal a todo este ritual de exaltación personal es una simple cajera.

Cada día es más abundante y visible el comprador tóxico y compulsivo. El sistema lo tolera y lo apoya: “El cliente siempre tiene la razón”. En esta sociedad usted no solo compra mercancías, los protocolos comerciales le dan el margen para  lo irracional,  lo desconsiderado y lo absurdo.

Usted puede comprar el poder del insulto, del desenfado y de la imprudencia, y para eso hay cajeras, parachoques previamente concebidos para desahogar nuestros disgustos por los altos precios, por las carencias, por la baja calidad de ciertos productos en oferta, y por la lentitud de las largas y agotadoras filas.

“Esta cajera si es lenta, es una incapaz”, puedan ellas escuchar en medio del murmullo: Ellas callan. Aceptan  con silencio espartano las insolencias que lastiman sus fueros  y   agreden su estima. Están allí, no solo realizando un ejercicio de habilidad y precisión, sino también pagando un alto costo psicológico   que no todos logran comprender. Ellas están entrenadas para aguantar cuantos insultos e improperios se les puedan ocurrir a quien se considera factor principal en las ganancias del negocio: el cliente.

El imaginario colectivo tiende a estigmatizar cierto tipo de trabajo, lo despoja de su parte humana y sensible, y simplemente los encuadra en una función operativa como si quienes desempeñan estas labores fueran máquinas. No hay niveles de compresión.  No reparamos que una buena parte de estas mujeres son madres solteras, pues se trata de un estado que forma parte del perfil de selección que algunas de estas empresas aplican en el entendido de que así son más estables.  Su condición de madres solteras las compromete a conservar más sus empleos; además, son menos propensas a salir embarazadas. Este es el cálculo.

Los azotes del Covid 19 han servido poco para que empecemos a valorar el esfuerzo y los sacrificios de las cajeras. Si observamos bien, estas mujeres son unas heroínas a las cuales les estamos negando un bien ganado reconocimiento. Ellas también están asumiendo un gran riesgo, se están sacrificando y nos están sirviendo. Ellas merecen ser debidamente reconocidas.

Si el comercio es una guerra, las cajeras son parte de una fuerza de choque que está en la primera línea de combate. Ellas están como soldados al servicio y defensa de la marca. Ellas están indefensas. Están en medio de un fuego cruzado. Sobreviven en el centro de un ataque cerrado y permanente donde nadie las defiende.

Mi propuesta en este sentido es que en esta crisis epidémica y más allá de la misma, el Ministerio de Trabajo cree y ponga en marcha algunos comités de atención para poblaciones laborales muy específicas que aportan mucho y reciben poco.

Creo apropiado crear comités laborales que presenten informes, coordinen diálogos empresariales-laborales, que se trabajen espacios de sensibilización, que se propicien condiciones humanas que contribuyan a mejorar la forma de vida de estos grupos ignorados que de forma muy específica y determinada contribuyen con holgura a llenar las insaciables arcas de sectores muy ricos y poderosos.

JPM

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