La próxima batalla del progresismo de EE.UU
POR LUIS DECAMPS BLANCO
En tiempos recientes, el Partido Demócrata en los Estados Unidos de América ha experimentado una transformación profunda que ha cambiado tanto su enfoque como su imagen pública. A partir de la era progresista, de la mano de Thomas Woodrow Wilson, el partido comenzó a girar y a dejar a un lado sus posturas radicales y conservadoras, orientándose hacia el activismo social y la reforma política en todo el país.
A partir de ese momento y, sobre todo, con la llegada al poder del presidente Franklin Delano Roosevelt, el partido demócrata fue conocido como el partido de la creación de empleo, la seguridad social, las reformas financieras enfocadas en el ciudadano, el apoyo a la agricultura, a los obreros, a los grandes movimientos sindicales y a la ampliación de los derechos laborales.
Era el partido que abordaba con valentía los temas sociales y económicos de mayor relevancia y que, a través del debate abierto, buscaba soluciones para mejorar el bienestar de los norteamericanos. Sin embargo, una tendencia creciente dentro del progresismo, particularmente con la salida del poder de Barack Obama, ha llevado al partido hacia una cultura en la que el debate se limita en favor de una sensibilidad extrema, y en la que las opiniones divergentes son percibidas como una amenaza a una ortodoxia política en constante evolución. Esta tendencia ha logrado alienar a una parte significativa del electorado, incluyendo a muchos que, sin serlo ni estar registrados como tal, se identificaban tradicionalmente como demócratas o con sus posturas.
La extraña dinámica entre los conceptos de «woke» y el tradicional «amor y respeto al prójimo» plantea preguntas profundas sobre la identidad y el propósito del progresismo en la sociedad norteamericana moderna. Los resultados electorales de las elecciones del pasado 5 de noviembre son una muestra de que este cambio ha dejado a muchos votantes con la sensación de que, en lugar de ser valorados y escuchados, se les menosprecia o se les impone una nueva forma de pensar sin oportunidad de disentir.
El Partido Demócrata, que en el pasado defendía la confrontación de ideas y la libertad de expresión, ha adoptado, en parte, una cultura de corrección política que desincentiva el debate abierto y liquida esa libertad. Las discusiones sobre temas sensibles -tratadas con sobriedad, sin insultos y moderadas estoicamente-, que antaño eran bienvenidas, ahora son vistas como peligrosas o potencialmente ofensivas.
Frases como «ese es un tema muy sensible, mejor no hablemos de eso» o «eso es ofensivo, no deberías decirlo ni repetir algo similar» ahora son comunes en cualquier círculo «progresista» cuando se intenta tener una conversación seria, ecléctica o que busca contrastar ideas. Este cambio ha llevado a una paradoja: el partido que se autodenominaba el defensor de los oprimidos y de los marginados ha construido una barrera ideológica que divide a su base y asfixia el discurso progresista moderado.
Esta transformación es, en cierto modo, una reacción comprensible a la polarización extrema en el ámbito político, así como a la creciente diversidad de ideas y experiencias que los demócratas intentan representar. Sin embargo, la consecuencia no deseada ha sido la instauración de un ambiente donde cualquier desvío, por mínimo que sea, de la línea ideológica dominante de esa facción del partido puede llevar a la exclusión inmediata o, aún peor, a la difamación, etiquetando a quienes disienten como intolerantes o reaccionarios, condenados al desprecio por no adherirse al dogma imperante.
Una anécdota reveladora se originó en el mismo centro de un «focus group» organizado por partidarios de Kamala Devi Harris luego de su debate de septiembre frente a Donald John Trump. El moderador le pidió a una votante definir a los candidatos presidenciales en una sola palabra. Para referirse a Trump, la votante lo describió con la palabra «loco»; cuando le tocó hacerlo con Harris, el adjetivo que empleó fue «preachy», que puede traducirse como sermoneadora (con un tono moralista).
Finalmente, se le preguntó por quién había votado y respondió que sin pensarlo eligió a Trump, justificando su elección con una simple pero poderosa sentencia: «por lo menos [el] “loco” no me menosprecia». Esta respuesta encapsula, a juicio del suscrito, una frustración común entre cientos de miles de votantes que sintieron que, aunque la retórica de Trump era desmesurada, con tintes clasistas y no del todo cierta, percibieron en él un tipo de autenticidad que parecía ausente en los líderes demócratas, a quienes vieron y escucharon durante toda la campaña inclinados a moralizar y a tratar a la gente común con condescendencia.
La palabra «preachy» es fundamental para entender esta percepción. En los últimos años, los demócratas han sido vistos como un partido que promueve un estándar de pensamiento y comportamiento socialmente correcto y que, en ocasiones, juzga y reprende a quienes no lo cumplen. Para muchos, este enfoque ha creado un muro invisible entre los representantes demócratas y las clases trabajadoras, que sienten que sus experiencias y opiniones no son valoradas o, peor aún, son vistas con desprecio, asco y animadversión.
Desconexión
Por otro lado, en el último tramo de la campaña electoral se puso de manifiesto una profunda desconexión con las clases trabajadoras. El Partido Demócrata, que en el pasado luchó arduamente por los derechos de los trabajadores y las políticas de bienestar social, parece haber perdido absolutamente el norte en cuanto a ese delicado nicho.
Ese nuevo «progresismo», en su búsqueda por avanzar en temas de justicia social, ha comenzado a abordar causas más específicas y menos universales, dejando de lado problemas que afectan directa, realmente y en mayoría a las clases trabajadoras… temas tan vitales como la desigualdad económica, el desempleo y el costo de la vida.
Esta evidente desconexión ha permitido que el Partido Republicano capture a un sector significativo de la clase trabajadora. La retórica directa y a veces provocadora de Trump, por ejemplo, resuena con aquellos que se sienten ignorados o marginados por un sistema que perciben como demasiado preocupado por cuestiones de identidad de género, cuestiones raciales, asuntos de libertad sexual, y poco enfocado en su bienestar económico.
La crítica hacia esa clase de progresistas no radica en sus principios de justicia, sino en el hecho de que las políticas económicas, que deberían ser la base de la defensa de las clases trabajadoras, han sido relegadas a un segundo plano.
Para una gran parte del electorado, la percepción imperante es que los demócratas -como opción política- están más interesados en imponer una cultura «woke» que en resolver problemas prácticos y cotidianos. La lucha por la justicia social liberal, aunque fundamental, ha sido percibida por muchos como un sustituto de la lucha por la justicia económica, una percepción que, aunque no siempre es precisa, ha tenido un impacto real en las elecciones.
Estas realidades junto a la constante y no respondida acusación de que el progresismo representa una postura «débil», y «woke», está arraigada en la percepción de que la empatía y la tolerancia son ideales blandos que no abordan los desafíos reales del ciudadano común. Aquí radica la falla de esa ala del progresismo moderno: en su afán por imponer una visión de inclusión y respeto, ha olvidado que estos valores no pueden ser forzados.
Para muchos, el progresismo norteamericano ha perdido su capacidad de empatizar con el ciudadano y de ver a todos los individuos como iguales -a pesar de sus ideas, posturas-, no como alumnos a los que hay que corregir, sino como seres dignos de respeto en su propio derecho.
En su forma actual, el progresismo parece haberse alejado de sus principios básicos, dando prioridad a una versión de la justicia social que, en ocasiones, excluye y silencia en lugar de abrazar y escuchar. Para que exista posibilidad de recobrar las acciones y pensamientos progresistas auténticos -y con ello a los votantes moderados y «de centro», los líderes demócratas deben volver a su raíz filosófica y replantear sus políticas y la dirección de su camino hacia la justicia e igualdad. Deben retornar a su esencia, aquella donde el progresismo procura proteger los derechos de los individuos y promover el bienestar común, sin discriminar ni reprochar.
Deben volver al progresismo auténtico, cercano, y al que no ignora las realidades contemporáneas; al que es capaz de abrir el diálogo y no cerrarlo; de escuchar y no sermonear. Para recuperar esta esencia, es fundamental que los líderes progresistas recuerden que el verdadero cambio no proviene de imponer una visión desde arriba, sino de construir un consenso poco a poco y que incluya a todos los ciudadanos. Deben impedir que se pisoteen las opiniones disidentes, y hacer llegar el mensaje de que la empatía y el respeto no son signos de debilidad, sino herramientas poderosas para unir y sanar en una sociedad por demás fracturada.
Desafío crucial
El Partido Demócrata y el movimiento progresista norteamericano enfrentan un desafío crucial: recuperar la confianza de aquellos que se sienten abandonados, engañados y humillados. La narrativa del «woke» como debilidad ha sido utilizada eficazmente por los conservadores para socavar la legitimidad del progresismo.
Pero esta narrativa solo tiene éxito porque, en cierta medida, encuentra una base de verdad: ese «progresismo» ha dejado de lado a muchos de los mismos ciudadanos que intentaba defender. Si desean tener un impacto real y poder salir del estancamiento donde se encuentran, deben regresar a sus raíces de justicia social y de defensa de las clases trabajadoras, permitiendo el debate abierto y abandonando la tendencia a censurar.
En una época de tantos desafíos y de una natural «derechización», un progresismo auténtico y valiente es más necesario que nunca. Este progresismo no necesita ser «woke», necesita ser profundamente humano, dispuesto a escuchar y comprometido con el bienestar de todos. Solo entonces podrá convencer de que la empatía no es debilidad, sino la más profunda y poderosa de las fortalezas. Solo así el progresismo podrá reclamar su lugar como una fuerza ética y moral que defiende, no menosprecia, no impone criterios y que escucha en lugar de ordenar.
jpm-am
tanto hablar para decir que perdieron los progres… eso lo sabia todo el mundo que kamala perdieria
excelente análisis.en la ciudad de reading, pennsylvania,70 por ciento habitantes son hispanos entre ellos,muchos boricuas y dominicanos,y 55 por ciento,votaron por trump,el resto de los que votaron por harris y jill stein.un hispano dueño de una panadería en dicha ciudad,en entrevista en npr radio le preguntó a la dirigencia nacional demócrata,si ahora reconocerán los reclamos sociales de ese grupo minoritario.
asi los lideres del mundo han ido empujando hacia la izquierda y la destrucion de la familia. siempre he dicho que el comunismo, la isquierda y el progresismo que ellos pregonan para confuncir a los pueblos. esa son la falsa filosofia destructore del progreso de los pueblos y del bienestar de la familia y de los ciudadanos. asi como la integridad de la familia y la nines. que ellos han tratado de destruir esos valores y ya los pueblos estan despe
bueno hermano usted se la comió, en jerga del dominicano. un enfoque muy bien elaborado, descriptivo y actualizado de la verdadera situación del partido demócrata en el contexto actual. muchas felicidades.