La pesadilla del tránsito

La educación hogareña es fundamental en las personas. Ningún ser humano puede interactuar en una sociedad  con los valores positivos que pueda aprehender en la escuela. Estos no son suficientes.  La interactuación en la familia es determinante en el desarrollo de alguien que  a la postre busque pertenecer a un determinado  tejido social. Hasta  nuestra autoestima depende en gran modo de un hogar con padres y madres responsables del cuidado y educación  de su prole.

 

     Ese primer párrafo viene luego de una reflexión por el gran peligro que representa el tránsito en nuestro país. Mi hermana resultó muerta hace varios años por un vehículo manejado por  un malhechor, que luego fue puesto en libertad por una bazofia humana, nefando personaje  que se hace llamar  juez, y por un representante del  ministerio público remedo de la podredumbre, la vileza  y el estercolero.

 

     La selva en que se han convertido nuestras calles amenaza la paz y la dignidad con que se merece vivir la sociedad. Nuestro país exhibe una de las estadísticas  más altas de accidentes de tránsito del mundo. Y no es para menos, pues la imprudencia y el desatino son el pan nuestro de cada día en las calles y avenidas del país.

 

     Esa  afrenta  no se resuelve simplemente con la multiplicación de los policías de la AMET en las arterias viales. El problema es más profundo de lo que se piensa. Las calles nuestras demuestran cuán mucho falta la educación hogareña, principalmente en el tránsito, pues en simples momentos en donde el sentido común debe primar, mucha gente exhibe falta de valores humanos y de formación, lo que a la postre deviene en accidentes  y las subsecuentes muertes, en donde la mayoría afectada son personas inocentes.

 

      No basta con que cada ciudadano o ciudadana tenga un policía de la AMET vigilándolos, pues si hubiera el calor de la casa, y un mínimo de juicio, las  víctimas de la sinrazón y el absurdo se evitarían.

 

     Lamentablemente en nuestro país un porcentaje muy elevado de personas provienen de hogares destruidos, fruto del alcohol, las drogas, u otros factores que fecunda una masa humana sin siquiera la prudencia y el humanismo necesarios para afrontar lo que  la cotidianidad le presente. A eso se le agrega el rechazo  de muchos y muchas a vivir apegados a protocolos de conductas propias de un conglomerado heterogéneo.

 

     Muchos de nuestros grandes problemas provienen por la falta del manejo objetivo del a,b,c de la vida en vecindad, que las primeras lecciones de ese manual nace del hogar, y luego de la escuela. ¿Hay que ser un genio,  para saber que la luz roja de un semáforo debe respetarse? ¿Se requiere ir a una universidad para entender que hablar por un celular y manejar al mismo tiempo representa un gran peligro tanto para el o la que  lo hace, como para la gente a su alrededor?

 

     Pero si esas pequeñas cosas que tan grandes males nos evitan no se tienen  en cuenta, qué decir de las grandes decisiones y comportamientos que nos ahorrarían lamentables tragedias, simple y llanamente por la escasez de educación hogareña. Hay personas que frente a un volante se comportan como verdaderos  forajidos  que tienen como fin llevar el luto y la sangre al prójimo.

 

     La primera lección para conducir sin infligir perjuicios al prójimo la aprendemos sin todavía ponernos al frente de un volante. La responsabilidad  de conducir en armonía con el medio que nos rodea comienza cuando se ha tenido como primera escuela un hogar,  que funge como estrella, que nos guía en nuestro deambular por el mundo, tratando de no ocasionar daños a terceros, respetando en todo siempre la convivencia humana.

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