La economía delincuente

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El autor es economista. Reside en Santo Domingo.

Keynes la cita pero no la explica, La Fábula de las Abejas, de Bernard de Mandeville, o cómo las virtudes públicas como la prosperidad y el progreso, implican vicios privados como la ambición y la codicia. Virtudes públicas, vicios privados o, al revés, vicios privados, virtudes públicas, porque uno implica al otro necesariamente.

El tema empieza por la definición, por lo que entendemos como virtudes y como vicios. De hecho, buena parte del desacuerdo en que nos encontramos se debe a un problema de definición. (En otra ocasión hablaremos de lo que hemos llamado “el secuestro del lenguaje”)

Moralmente, producción y consumo son opuestos, opuestos en la unidad por cuanto no puede sostenerse uno sin el otro. Increíblemente hay economistas profesionales que miran la producción como “superior” al consumo sin sospechar que si no hay consumo la producción se hace redundante. Un absurdo: ¿para qué producir lo que no se consume? Otra cosa es establecer que ambos –producción y consumo- son indebidamente bajos por lo que hay que promover su crecimiento. Otra más es suponer que el consumo se pliega a la producción –“se consume todo lo que se produce”- cuando la realidad es la inversa: “se produce lo que se consume”. Para comparar la veracidad de estos dos principios rivales no vaya a ninguna universidad –ahí no saben de lo que escriben-, váyase al colmado de un barrio y hable con el dueño. Con palabras torpes y más desde la intuición que de la deducción, él le explicará el principio rector del comercio.

La producción es orden: claridad de propósito, esfuerzo, eficiencia. Perseverancia. Tenacidad. Aunque se venda chicharrón. El consumo es lo contrario. Cuando se piensa en una situación placentera, confortable, agradable, difícilmente se pensará en un día de derrumbe en Wall Street. El día de nuestro despido o el que nos embargaron la casa. O cuando no sabíamos que íbamos a comer al día siguiente. En general, placer es cuando se tiene la conservación cómodamente asegurada. Asegurada por acumulación de la producción, pues el solo hecho de ocupar un espacio implica consumo.

Desde el ángulo del vendedor (o del productor), el mejor consumo es el obsesivo compulsivo. El consumo inmediato inevitable. Ser el único que tiene lo que todos quieren con urgencia. La última Coca Cola del desierto, la fórmula secreta, el antídoto para la muerte. Técnicamente esto se dice como una demanda inelástica al precio, una demanda que no se reduce por mucho que aumente el precio. No por naturaleza, necesariamente, sino por fabricación. Ejemplo: el efecto demostración es tan poderoso que actualmente hay personas que consiguen el dinero para una cirugía estética pero no lo tienen para una prueba de cáncer. ¿Otro ejemplo, más generalizado? Miles que andan en una “yipeta” y llevan un atraso de seis meses en los pagarés. Otros seis que no pagan la renta. Y seis más que no pagan el colegio de los hijos. Pero la imagen antes que nada… Es decir, la inelasticidad de la demanda no es cosa natural sino que se forma socialmente y en ella invierten mucho dinero los oligopolios: “beba con moderación…, pero no deje de emborracharse.”

Podemos ser todos delincuentes, pero alguien tiene que sembrar arroz. La economía no es un asunto moral. Siempre me causó mucha gracia la advertencia en las primeras páginas de todos los libros de microeconomía sobre la economía “positiva”: “aquella que estudia lo que es, y no lo que debe ser”. Que no incorpora “juicios de valor”, etc. Hoy no me sorprende el silencio de los economistas puesto que también ellos tienen derecho a comer, y parte importante de lo que venden es su silencio. El asunto es que el mercado no se percata de la diferencia entre lo bueno y lo malo, se limita a fijar precio para cada cosa. No hay borrachera sin resaca (cruda, mona, le llaman en otros lugares), aunque los licores buenos lo son porque bajan suave, pegan cómodo y no dejan resaca. Pero lo mucho hasta el ciego lo ve y lo declara con un dolor de cabeza terrible. El mercado se limita a poner precio.

Uno vende romo. El otro, cigarrillos. Otro más, mariguana. El de más allá, cocaína. Crack. Este roba pollos. Aquél, carros. Este de más acá es funcionario, no hay que explicar mucho. Ese ingeniero es experto en presupuestos inflados y obras por debajo de las especificaciones. Mi abogado sólo defiende culpables. Confesos y no confesos, eso no le importa sino su cartera, gorda y pródiga. Mi amigo vende salchichón con heces y quesos podridos reetiquetados, al cabo la gente no se da cuenta y se los come. Los bancos cobran lo que quieren por lo que les da la gana y no hay quien les diga nada. Aquí no hay garantía que dé garantía. Aquí na’e’na. Pero al final, al final final, alguien tiene que sembrar arroz.

Espero haber mostrado el punto: la economía puede prostituirse hasta el tuétano, hasta el final, en todo. No es el mercado que la va a detener, el mercado es una institución eminentemente humana. Sin embargo, al final, cuando todo parezca enteramente perdido, se sentirá el hambre. La necesidad de comer y de beber agua limpia. Habrá algún límite o la locura se resolverá en muerte. Y quien siembre arroz necesitará jornaleros que se levanten a las cinco de la mañana, es decir, que hayan bebido poco. La voluptuosidad en el consumo la frenará la necesidad de la producción. O se aniquilan ambos.

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