La decisión del juez en el caso Odebrecht


           El buen juez, decía Fray Antonio de Guevara, no ha de torcer las leyes a su condición, sino torcer su condición con tal de que cumpla con ellas. Sócrates en cambio, identificaba cuatro características medulares de un juez: Escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir de manera imparcial.
 
Las citas anteriores, son a propósito de que hay quienes no están ni estarán de acuerdo (y esa es la esencia de la Democracia, el disenso), con la decisión tomada por el juez instructor para el caso Odebrecht, Magistrado Francisco Ortega Polanco, en relación a los portentosos imputados a los cuales les impuso, desde garantía económica, presentación periódica, impedimento de salida del país, prisión domiciliaria hasta la prisión preventiva. Vale destacar, que el juez Ortega, se le sindica como un juez de legalidad, aunque con esa decisión, ya algunos, comienzan a ubicarlo como un juez de equidad (justiciero).
 
            Estando de acuerdo o no con la decisión, lo cierto es que es el propio Dworkin que dice (no Yo), que el sistema de Justicia no debe verse como un modelo reglas, sino como un modelo de principios. Y a eso le agrego, que los derechos (salvo el de la no tortura y la vida en algunos países), no son absolutos.  
 
Es decir, el derecho a la presunción de inocencia (que es un estado jurídico axiomático transitorio), así esté reconocido y garantizado en la constitución, no es la excepción entre los demás derechos que no son absolutos. Sería absurdo pretender, que en una deliberación hecha por un tribunal unipersonal, o una ponderación en un Colegiado, en la que han entrado en colisión el derecho individual a que se presuma y se trate como inocente a una persona imputada de la comisión de un hecho punible, versus el derecho colectivo a la buena administración y a la ética pública, de la que depende incluso la buena administración de justicia, el juez o los jueces, se incline (n) por lo primero en detrimento de lo segundo.
 
Traicionar y defraudar la confianza que el Estado y la administración depositan en una persona para ejercer y/o realizar una determinada función pública, es una infracción gravísima, por lo que la imposición de una medida de coerción obedece más al daño causado a la sociedad y a la propia administración, que a la sujeción misma del imputado al proceso que se le sigue. Es decir, la salvaguarda del interés colectivo, cuando la sociedad y la administración han sido afectadas significativamente, como en este caso, se sobrepone a los arraigos que pueda presentar el imputado. En otras palabras, el arraigo no es lo medular para determinar el peligro o no de fuga en los casos en que la sociedad y la propia administración han sido gravemente dañadas.    
 
Algunos tildarán la medida de populista, de que responde a presiones foráneas (y puede que este haya sido un ingrediente de la decisión), y de constituirse en un tipo de medida que opera como una prevención general en una medida cautelar, pero lo cierto es que el Juez Ortega, conocedor de las debilidades del sistema de justicia, y de la gravedad de las infracciones que tenía frente así, se inclinó por salvaguardar el interés colectivo por sobre el derecho individual.
 
El arraigo, aunque está en la ley como una de las causales que sirven para determinar el peligro o no fuga, no es concluyente en los casos de infracciones que  dañan la sociedad y defraudan la administración de manera grave, de forma tal que su decisión está orientada al cumplimiento de la disposición del artículo 229.3 del CPP modificado por la ley 10-15, como garantía de proporcionalidad de la imposición de la medida cautelar, en lo relativo a la gravedad de hechos que afectan significativamente el derecho a la buena administración y a la ética pública que han de gozar todos los ciudadanos..
 
Con presión foránea o no, con presión doméstica o sin ella (a lo cual debe estar familiarizado un juez en ese nivel), el Magistrado Ortega ha enviado un claro mensaje a la sociedad y a los abogados litigantes, de que no basta el arraigo, ni la calidad del mismo que presente el encartado para determinar su peligro o no de fuga, pues si la infracción de la que se trate ha vulnerado el lado más sensitivo de la sociedad y la propia administración pública, la privación de la libertad (que ha de ser la excepción),no escapa como posibilidad real de ser una de las medidas a imponer por parte del juez, sin que ello vulnere el principio de legalidad, ni el Principio de reserva de ley, pues es la propia ley (10-15 que modificó la ley 76-02), la que deja esa discrecionalidad al juez (en su valoración), para decidir al momento de imponer una de las medidas del artículo 226.
 
Es decir, que si el arraigo se contrapone al quantum de la pena y a la gravedad de un hecho que ha lastimado sensiblemente a todo el colectivo, es muy probable que el juzgador, sin necesidad de convertir el juzgado de legalidad en uno de equidad, resguarde el interés colectivo por sobre e interés individual, y termine imponiendo, en estos casos, la imposición más gravosa (la prisión preventiva).
 
Aquí no estamos en Puerto Rico, en donde la fianza es un derecho constitucional para delitos no federales, que permite al que pueda pagarla, enfrentar su proceso en libertad. Pero tampoco estamos en los Estados Unidos Mejicanos, en donde en varios Estados de la Federación, sus legislaciones contemplan anticipadamente un catalogo de delitos graves, que sin necesidad de petición del órgano persecutor y del querellante, es decir, de oficio, el juez está obligado a imponer la Prisión Preventiva automática.  
JPM
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