Janette Becerra: Lectura de la urgencia
Caminaba con pasos lánguidos como el explorador de la nada oliendo aquellas tierras aromatizadas de lirios y rosas, porque ya yo venía de otro universo con el mismo quehacer incesante que caracteriza al explorador y aquí en la insularidad vulnerada de donde provengo quería encontrarme con la fascinación de una poesía de la contemporaneidad. Al parecer, con algunas excepciones, la sensibilidad del territorio de mi referencia se resumía en lo impreciso, en lo trivial, en la vaciedad de la sustancia, en lo terrenal, en el día a día o su pose ornamental, siempre tratando de vivir todas las cosas al mismo tiempo sin descansar un instante en la alegría que no fuere el carnaval o detenerse un minuto a sentir la tristeza o a inhalar las emanaciones del amor y la felicidad. Sin embargo, en la otra insularidad algo me sorprende de golpe. La isla segregada del levante por el azul mar de perlas recóndita en la que el explorador ilusionado y extraño tantea, como si jugara a lo Sherlock Homes, el personaje aquel creado por el escritor Arthur Conan Doyle, buscando el misticismo de la poética grandiosa y fresca con reflujo de novedad. En aquella isla con fragancia de resina y de una frígida modernidad donde el cemento y el multicolorismo pueden transmitir una falsa ilusión de fertilidad, mi exploración me lleva al fascinante encuentro mágico con una poetisa de fuerza y profundidad adolescente, ojos con resplandores de luna exuberantes como los descritos en el poema «Argos», de Francisco Álvarex Hidalgo, o como aquella luz intensa del sol que le impedía la visión a la diosa mitológica Hera de ver a su marido Zeus. La poeta, con ojos que sueñan tristeza y alegría a la vez, es una joven puertorriqueña de cuarta década de una guapura provocadora que rivaliza con la belleza de la diosa Venus, aquella que Julio César adoptó como su protectora; esta culta mujer de la modernidad, profesora universitaria y crítica literaria, nacida en Caguas en 1965, cuando uno lee su semblante aparenta el rostro de Hebe, la hija de Zeus y personificación de la juventud. Janette Becerra. Así es el nombre celestial de la joven escritora puertorriqueña cuya lectura de su obra poética y literaria se torna provocadora; causa urgencia explorar sus poemas por la textura fresca de su lírica y la enjundia delirante de su pensamiento ontológico va llevando al lector a penetrar, sin siquiera proponérselo, a ese universo místico en el que el alma humana se conjunta con lo sagrado durante la existencia terrenal y que en su poesía llega a la perfección escritural. Janette imaginariamente me transporta con sus poemas en el trineo de Schopenhauer de aquella obra de teatro Arte, de la escritora Yasmina Reza, a un encuentro con el misticismo escritural de Santa Teresa de Jesús, cuando la mística española dijo aquellas frases pertenecientes a la literatura religiosa: «Vivo sin vivir en mí/y tan alta vida espero/que muero porque no muero». No cabe duda que Janette no es una escritora religiosa. Su obra poética revela su carácter ecléctico de una armonía con la vida que le permite a la escritora la capacidad de evolucionar y de reproducirse en la literatura con asombrosa feracidad. Creo que muy poco se conoce de esta escritora puertorriqueña en Latinoamérica. Desafortunadamente, la generación femenina en Quisqueya con edad similar a la de Janette Becerra hubiese podido dedicarse a atender la lectura y la producción literaria, no obstante, aquí el género vive los desvaríos de la insularidad que tal vez espera todavía la magia del hombre blanco europeo, la asistencia de un fabulista de Lomé, un banquero de los pobres o un personaje como Pierre Laval tan activo en el gobierno francés de los días de Vichy o espera que el Fuhrer cruce en su tren la frontera germano-francés. La fuerza de la obra poética de Janette Becerra se siente con la furia de un río desbordado que sale y entra libremente de su espacio trascendente reclamando deferencia debida a su presencia y a la esplendidez de su expresionismo elegíaco. Así de sublime intuyo yo su creación literaria cuya textura o configuracionismo está impregnado de una exquisitez escritural que conmueve y encanta. Para evaluar con justeza la grandeza poética de Janette Becerra habría de apoderarnos, como en el libro del Apocalipsis, de la vara que el apóstol midió el templo de Dios y el altar. Para que mis lectores se alienten a medir la grandeza literaria de la escritora puertorriqueña les dejo la siguiente muestra de uno de sus poemas: «De Carmen». Veamos: «Yo no me llamo Laura/acuérdate de mi nombre/canción como del delirio/Yo no me llamo Laura/ni me apellidan mía/acuérdate, si lo sabes/de mi nombre que sabias/dirígete por mi nombre/a la que esculpe verso/Que yo no me llamo Laura/acuérdate de mi sí/de mi boca y mi cintura/reloj de arena y locura/escurriéndose hacia ti/con mi nombre verdadero/con mi metro verdadero/de ocho silabas de alma/y quiétame el aura ingrata/si me quisiste por mi/. Yo no tengo el marfil/ni las rosas ni esmeraldas/que suelen tener las Lauras/de tinta malas amantes/¡Cuidado!, que resucitan/a los poetas pasados/Pero si es mucho pedir/que te acuerdes tu de tanto/acuérdate de tres cosas/que yo no me llamo Laura/que yo me perdono sola/y también te perdono a ti/». ¿Ya ven que no les hablaba de una mujer de las que solamente acarician muñecas de trapos, chatean presuntuosas en las redes de Internet y sueñan con un blanco europeo o con un fabulistas de Lomé, un banquero de los pobres o un personaje como Pierre Level o que esperan que el Fuhrer cruce en tren la frontera germano-francesa? Un escritor y crítico literario puertorriqueño dice de la obra de Janette Becerra: «Las inequívocas tensiones de la cultura de la espectacularidad literaria resultan siempre en gradaciones cualitativas que no siempre se advierten al ojo. El lector, sin duda, falla en prejuicio en base al nombre del autor. Mas, sin duda, siempre agrada rescatar una cómoda soledad como la de Janette Becerra». Elidio La Torre Lagares, escritor, ensayista, poeta y narrador nacido en Adjunta, en el cuento Doce versiones de soledad, de Janette, no vacila ni una pulgada para destacar el dulce y agudo discurso poético de la escritora y escribe seguro de lo que dice sobre la poetisa: «Nadie escribe como ella. No anda en modas o movimientos (si alguno) literario». La doctora Becerra es autora de otro cuent La ciencia imperfecta, de reciente divulgación y de poemarios tales como La casa que soy y Elusiones (2001). Sería interesante poder escarpar el trayecto poético y escritural de esta encantadora mujer cuya sensibilidad cautiva al más irreprimible escritor para hurgar en silencio sobre el por qué de su soledad y así no tener que amargarme con terceros prefiriendo disfrutar la compañía de la soledad. Finalmente, debo decir que el discurso poético de Janette Becerra me hará modificar la ruta de mi próximo viaje Santiago-New York, New York-Santiago, y pernotar más allá del aeropuerto Muñoz Marín, de San Juan, irme a algún café de la zona colonial a leer de más cerca esta singular poetisa, a comprar sus textos para vivir más intensamente la fiesta de la lectura tal vez de las manos de la otra Julia Burgos. ¿Pero cómo era el mundo de Santo Domingo cuando la niña llamada Janette gritó al día en Caguas? El mundo era el viento frío de René del Risco Bermúdez y tal vez los ojos de dinosaurios de la OEA. Yo, en cambio, caminaba por Broadway con una chica estudiante imaginando a Walt Whitman rompiendo una taza al borde de un café mañanero en New Ámsterdam. Otra cosa era Washington, el arrebato, la herida palpitante y trágica, la conmoción por el asesinato de John F. Kennedy, en Dallas, Texas.