Gladys
Escribir sobre Gladys Gutiérrez no es tarea fácil porque una mezcla de sentimientos me bloquea. No es solo la pena por su partida porque ante sus tantos y largos sufrimientos, llegamos a sentir que al fin descansa y que ha ganado una nueva batalla, esta vez la de su liberación definitiva.
Su indomable voluntad venció obstáculos que a otras mujeres habría apartado del camino. Su presencia era notoria en cualquiera de los foros donde, con energía y firmeza, exponía sus conceptos, desentrañando los problemas y sus causas y concitando adhesión para lograr las soluciones que tan brillantemente proponía.
De Gladys admiré su coherencia, su lealtad y su autenticidad. También su humildad e inteligencia natural para escoger y asesorarse de profesionales capaces que la ayudasen en la tarea de impulsar los proyectos bajo su responsabilidad.
Cuando hablaba con los amigos o cuando era entrevistada, recordaba con orgullo sus orígenes humildes pues sus logros políticos y el acceso a las altas esferas del poder jamás la apartaron de sus creencias y valores.
Gladys amaba la vida y vivió “a su manera”, como siempre decía. Ante cada caída reunía las fuerzas para levantarse y seguir adelante, soportando sin quejarse los quebrantos que durante varios años mermaron su salud y vitalidad física. Pero siempre decía que la pérdida de dos de sus tres hijos fue lo peor que le pasó en la vida y que ese dolor no se comparaba con ningún otro.
Cuando ambas regresamos del exilio en 1974 –ella de Francia y yo de Chile–, gracias a la misma disposición que levantó nuestros impedimentos de entrada al país, las cárceles continuaban abarrotadas de presos políticos. Joaquín Balaguer asistía al que sería su tercer mandato y su segunda reelección presidencial, apoyado por una Junta Central Electoral que le era favorable y bajo una fuerte represión de las Fuerzas Armadas.
Todo esto había motivado que don Antonio Guzmán, candidato del Acuerdo de Santiago y su principal contendor, renunciara a su candidatura, previo a la realización de dichos comicios.
Bajo estas circunstancias, Gladys y yo nos reinsertamos de nuevo a la lucha contra el balaguerato, orientadas a reclamar la libertad de los presos políticos, el regreso de los exiliados y por el esclarecimiento de las desapariciones de los opositores al régimen, como era el caso de Henry Segarra, su esposo y compañero de partido.
Fue la ocasión de la celebración en el país del espectáculo artístico conocido como “Siete Días con el Pueblo.”
En plena calle El Conde la vi enfrentarse en actitud desafiante a la represión policial que quería impedir la marcha de protesta, con tal determinación que hizo desistir a la policía pues entendieron que en ese momento, solo matándola, podrían detenerla en sus reclamos.
“Soy la esposa de Henry Segarra–les gritó–y estoy exigiendo que me lo entreguen vivo, o que me lleven hasta donde está su cadáver; y estoy exigiendo también la libertad de todos los presos políticos, y el regreso de los compañeros que quedaron en el exilio. Esto nadie me lo puede impedir”.
Nunca olvido una conversación que sostuve con Gladys con ocasión de la alianza electoral que, en 1996, se hizo entre el PLD y el Partido Reformista. A mi pregunta de cómo ella, en su calidad de viuda del régimen de Balaguer podía manejar esa situación, me contestó:” Elsita, es un trago muy amargo que ahora mismo no sé cómo justificarle a nadie, y mucho menos a ti, pero yo confío en mis compañeros y sé que esta alianza nos llevará al poder y que desde allí saldaremos las deudas pendientes con nuestro pueblo.”
Yo creía en la buena fe de Gladys porque la conocía muy bien, mas no en la de los promotores de esa alianza porque otros indicadores previos me habían alejado poco antes de ese partido, al que ingresé desde sus inicios a mi regreso del exilio. Sin embargo, mi amistad con ella duro hasta que se me adelantó en la partida porque Gladys siempre fue la misma, respetuosa de los demás, cercana y humilde; no la deslumbró el poder ni la tentó la ambición.
Recién nombrada en la entonces Secretaría de la Mujer, coincidimos en la funeraria donde ahora fue velada y me dijo que fuera a su oficina al día siguiente para hacerme una propuesta de trabajo.
Me ofreció la dirección del departamento de Comunicaciones, algo que me sorprendió pues ya eran de público conocimiento mis diferencias con el partido en el poder, pero Gladys era Gladys.
Me esperó junto al encargado de personal y de otros ejecutivos quienes respondieron a todas mis preguntas relacionadas con el personal que estaría a mi cargo, sus sueldos, horario, equipos disponibles; etc.
Gladys aceptó mi solicitud de un mejor sueldo para los periodistas que laborarían conmigo, los cuales yo misma elegiría entre una cantidad de solicitudes y recomendaciones de “compañeros del partido.”
Casi un mes después y antes de cobrar mi primer sueldo, entré a su despacho , no estaba y le puse sobre el escritorio mi carta de renuncia, pese a que ella, ante mis reclamos del cumplimiento de lo acordado, me decía con esa calma que la caracterizaba: “Elsita, ten paciencia que la carga se acoteja en el camino” o, “Roma no se construyó en un día”.
Mi temperamento y la presión de cinco sub secretarias de Estado que le impusieron a Gladys a última hora, las que, sin generar noticias querían que yo las pusiera a figurar en los periódicos; la falta del personal y otras deficiencias del sector público en el que no estaba yo habituada a trabajar, me hicieron tomar la decisión de cortar por lo sano. Mi amistad con Gladys no se podía ver afectada por causas ajenas a su voluntad.
Cuatro días después me invitó a almorzar a su casa, se mostró muy comprensiva ante mi decisión y me informó algo que me reservo; hablamos de todo un poco y nuestra amistad salió más fortalecida.
En una ocasión un tanto reciente, la vi entrar con pasos lentos en la Iglesia de Las Mercedes para participar en una misa en recordación del ex compañero catorcista Orlando Mazara. Los asistentes, en su mayoría, eran opositores ex izquierdistas y del PRD de entonces.
Entró sola, el chófer la esperaba afuera; fui a su encuentro y tras ubicarnos juntas en un banco, pasaron por allí varios de ellos a saludarla y a expresarles sus afectos pues siempre honró su ex militancia izquierdista y tuvo amigos en todas las parcelas políticas.
Antes del inicio de la misa me dijo con voz cansada: “Elsita, tú no sabes cómo me duele recordar a todos estos campaneros caídos, viendo lo poco que hemos logrado realizar”. Entendí el significado de su expresión. Y recordé en ese momento cómo, apenas unas semanas atrás, la había visto recluida en una sala de cuidados intensivos de un centro médico y admiré su sentido de lealtad y solidaridad.
Hoy pienso que su partida, que quizás por eso me apena más, se suma a la de tantos combatientes que nos dejaron sin poder ver realizados sus sueños por una patria próspera y feliz, con justicia e igualdad para todos. Pero sé que, tal como ella, no debemos perder jamás las esperanzas.
Gladys, gladiadora y guerrera de mil batallas; la Gladys de siempre. Descansa en paz!