Evocación por Pedro Henríquez Ureña

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

 

 

« …él era un hombre tímido y creo que muchos países fueron injustos con él. En España sí lo consideraban, pero como indiano, un mero caribeño. Y aquí en Buenos Aires creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser quizás mulato, el ser ciertamente judío —el apellido Henríquez, como el mío, es judeo-portugués—. Y aquí él fue profesor adjunto de un señor, de cuyo nombre no quiero acordarme, que no sabía nada de la materia, y Henríquez —que sabía muchísimo— tuvo que ser su adjunto. No pasa un día sin que yo lo recuerde…» Borges.

En una oportunidad en que me encontraba de visita en la ciudad de La Plata, Argentina, en una de esas tardes que vienen matizadas por el brillo refulgente que despiden los cuerpos celestes, me encaminaba a la emblemática Universidad Nacional de La Plata y estando en la hermosa plaza Moreno me encuentro con un personaje con aire de intelectual y le abordo amablemente, interpelándole de esta manera: «Señor, si le preguntara qué diría Borges de Vargas Llosa ¿qué cree usted que respondería?» «Posiblemente nada», me respondió.

Sin embargo, sigo más adelante y me encuentro con el ilustre escritor argentino Ernesto Sábato, quien suele tener una personalidad misteriosa y melancólica, y le pregunto qué diría él de Pedro Henríquez Ureña y me responde de forma escueta: «Un ser superior».

Luego encamino mis pasos hacia la biblioteca pública de la Universidad de La Plata, fundada en 1905, la cual se encuentra ubicada en la plaza Dardo Rocha. Una vez allí converso animadamente con unos jóvenes de ambos sexos a manera de tantear su nivel de educación y su conocimiento sobre aquel catedrático eminentísimo de nombre Pedro Henríquez Ureña, quien pasó dejando su exquisito perfume de erudito en la facultad de Letras de la citada universidad.

Uno de los jóvenes estudiantes me expresa, con la correspondiente formalidad, lo siguiente: «Oí decir hace algún tiempo que el profesor Henríquez Ureña, dominicano de origen, era una figura gigante e iluminada de las letras castellanas».

Seguidamente una joven de radiante personalidad hace su incursión en la amena conversación y trae al diálogo una expresión del laureado ensayista argentino Ernesto Sábato que había leído su madre alguna vez sobre el ilustre maestro Pedro Henríquez Ureña y extrajo de un viejo cuaderno un texto que había copiado y mientras leía dos lágrimas frías brotaron de aquellos radiantes ojos verdes que enrojecieron sus mejillas de un color carmín por la abundante emoción que aquellas palabras producían en su joven alma entristecida. Veamos:

«Se me cierra la garganta al evocarlo [refiriéndose a Henríquez Ureña]. Esa mañana en que vi entrar a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos… Aquel ser superior tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento del mediocre, al punto que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna facultad de Letras de Argentina».

El hecho de que una joven y elegante mujer argentina trajera a la agraciada e iluminada plática esa apasionada expresión de Sábato sobre Henríquez Ureña hace que hierva la vanidad en el ánimo de un intelectual estadounidense como yo, con fuertes raigambres antillanas.

Me pregunto: ¿Acaso fue esa magnífica expresión de sentimiento lo que generó en el reputado estructuralista, filólogo y crítico literario español nacionalizado argentino y por lo demás catedrático de lingüística de la prestigiosa Universidad de Harvard, Amado Alonso, aquella gentil invitación a Henríquez Ureña para que brindara su esclarecido conocimiento en el renombrado Instituto de Filología y Literatura Hispánica, en la universidad de Buenos Aires?

Encontrándome felizmente otra mañana en la ciudad de La Plata y, sobre todo, habiéndome despertado ante la figura fabulosa e inmensa, desde lo pedagógico y cayendo en las artes escriturales de Henríquez Ureña, me viene a mi memoria la lectura de un artículo titulado «El sueño de Pedro Henríquez Ureña», en cuyo texto tropecé con una preciosa corazonada de Borges que dice: «Tengo la impresión de que Henríquez Ureña —claro que es absurdo decir eso— de que él había leído todo. Todo. Y al mismo tiempo que él no usaba eso para abrumar en la conversación».

Y prosiguiendo con la impresión anterior de Jorge Luis Borges, quien fue galardonado con el Premio Miguel de Cervantes, entre otras premiaciones de no menor prestigio literario, el laureado escritor argentino continuó dejando en mi sentimiento su grata impresión de Pedro: «Era un hombre muy cortés y —como los japoneses— prefería que el interlocutor tuviera razón, lo cual es una virtud bastante rara, sobre todo en este país ¿no?».

O sea, que la grandeza literaria de este hombre tan genial y tan puro, como lo describió Borges, merece que el nombre de Pedro Henríquez Ureña, como extraordinario educador de estatura universal, debe ser servirle al pueblo dominicano de paradigma excepcional y cuyas inmensas virtudes intelectuales debieran valer de estímulo a nuestras presentes y futuras generaciones.

Basándonos en la grandeza educativa y literaria de alcance internacional que logró amasar Henríquez Ureña y de la cual han dado testimonio reputados escritores, como el filósofo y también argentino Alejandro Korrn, una premiación de alcance internacional que lleve el nombre de este insigne hombre de las letras universales como Pedro Henríquez Ureña produce gran satisfacción y una honra muy alta para quien resultare favorecido con esta distinción.

No obstante, si un escritor ha sido coronado con el Premio Nobel de Literatura, cual es el laurel más prestigioso y prominente de todas las premiaciones que un intelectual pueda merecer y recibir y si algún gobierno deseare luego premiar a un nobel lo recomendable sería otorgarle la insignia de Comendador (lo único oponible seria el hecho que esta condecoración tendría una implicación política), la cual se le concede a literatos de renombre, como sería el caso de Mario Vargas Llosa.

No pretendo, de ninguna manera, infravalorar el Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña, que otorga el Ministerio de Cultura de la República Dominicana, ni siquiera pretendo insinuar que Vargas Llosa no merecía tan honradora distinción, tratándose de una figura como Henríquez Ureña, perteneciente al firmamento reservado exclusivamente a los literatos más eminentes en lenguas castellanas.

Siempre voy a ser solidario con el Premio Pedro Henríquez Ureña y en el caso de la discusión creada, diría que si hay un error no sería de Vargas Llosa sino del jurado que con un clavo en el zapato no supo mirar para otro lugar y se salió de contexto.

Reconozco, como escritor estadounidense, que el enorme cúmulo de obras literarias escritas por Pedro Henríquez Ureña, tales como En mi orilla: España, Apuntaciones sobre la novela en América, Sobre el problema del andalucismo dialectal de América y Corrientes literarias en la América Hispana, entre otras de no menos renombre universal, representan una hermosa y codiciable cosecha escritural y, al mismo tiempo, todas ellas invitan a concederle una merecida lectura trascendente para poder nutrirnos y deleitarnos de su inmensa sabiduría y de su formidable pensamiento.

Meditemos solemnemente sobre el maravilloso y aleccionador contenido de una de sus frases más grandiosas, aun cuando quizás sea la menos recordada y la que algunos dominicanos han olvidado en su resbaladizo camino hacia la ignorancia cultural matizada por una lamentable desidia hacia todo aquello que pueda conducir a  elevar su nivel educativo.

Invoquemos esa palabra  sentenciosa que ha dejado Pedro Henríquez Ureña inscrita con letras de oro del más puro sobre el mármol de la historia de la educación universal con la fuerza denodada como si este hombre excepcional de la literatura fuese el educador supremo que necesitaran los dominicanos para poder alcanzar el éxito y la verdadera prosperidad, similar a los dones del éxito y la prosperidad que Dios le ofreció a Josué: Solo la lectura salva a los pueblos”.

JPM

 

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