El umbral del tiempo: del nacimiento a la esperanza
Ha declinado ya el eco de la Navidad, ese término que brota de la raíz latina nativitas y que nos susurra, siglo tras siglo, el misterio del origen. Conmemoramos el nacimiento de Jesús, pero en ese pesebre simbólico lo que realmente emerge es la posibilidad de una luz nueva en el calendario del alma. Es, sin duda, la festividad más trascendental de la cristiandad, pues marca el punto donde lo divino y lo humano se abrazan en la fragilidad de un suspiro.
Diciembre no es simplemente un mes; es un estado de gracia, una interrupción del cinismo cotidiano. En esta estación, el aire parece impregnado de una alquimia invisible que transmuta nuestras asperezas. Como si un velo se descorriera, sentimos la urgencia espontánea del abrazo, la sonrisa se nos dibuja sin esfuerzo y la risa recobra su pureza perdida.
Es el tiempo del perdón, ese instante sagrado donde el alma decide soltar el lastre del rencor para caminar más ligera. Es una época para cultivar la armonía, para encender la lámpara de la fe y permitir que la nostalgia nos habite —con su dulce tristeza— recordando a los que ya cruzaron el umbral del silencio o a los que, por los azares del destino, cenan bajo otros cielos, lejos del calor del hogar.
Sin embargo, hay una melancolía latente en este tránsito: la Navidad es un oasis de apenas treintiun soles. Y casi siempre, al desarmar los adornos, permitimos que se marchen con ellos esos sentimientos dorados que deberían ser, en realidad, el tesoro innegociable de nuestra existencia.

Ahora, nos hallamos ante el umbral de un nuevo año, ese lienzo en blanco que nos invita a la esperanza. Siempre, al filo de la medianoche, nos rodeamos de promesas como si fueran guirnaldas: juramos dominar el cuerpo con dietas rigurosas, redoblar la fatiga del trabajo, ser arquitectos de mejores vínculos, abandonar los vicios que nos erosionan y, sobre todo, no sucumbir de nuevo a los excesos de la mesa que nos asaltaron en Nochebuena. Prometemos orden, lectura, el rescate del tiempo perdido frente a las pantallas y una entrega absoluta al altar de la familia.
Pero seamos honestos: la repetición cíclica de estos propósitos es el acta de nuestro propio incumplimiento. Pareciera que la opulencia emocional de diciembre nos embriaga con deseos que la austeridad gris de enero termina por disolver.
No permitamos que el rigor de las deudas o la fragilidad de la salud marchiten el jardín que plantamos en Navidad. La paz interior no debe depender de la abundancia del bolsillo, sino de la firmeza del carácter. El entusiasmo es, al final del camino, la única recompensa que no puede ser arrebatada por el paso de las estaciones.
Mi deseo para ti, en este año que está por nacer, es una plegaria elevada al Arquitecto de la Vida: que Dios te otorgue la fortaleza inquebrantable para sostener tus decisiones en la tempestad, que ilumine tus pasos para que no pierdas el sendero y que habite en tu interior como una luz que nunca se extingue. Que tu vida, y la de los tuyos, sea un territorio bendecido donde la plenitud no sea un evento pasajero, sino una morada eterna.
jpm-am

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