El PRD, Majluta y la "Ley de lemas". (Un testimonio)

Era la primera semana del año de 1986 -el día exacto se me pierde en la memoria, pero sí recuerdo que no debían ser más de las nueve de la mañana- cuando Lina Cheng, la bella y eficientísima secretaria de la JRD, tan pronto me vio asomar en la puerta de la oficina, sin mediar saludo alguno, me dijo en tono apremiante: «Llamaron tempranito de la casa de Jacobo y quieren que confirmes, con carácter de urgencia, si puedes estar a las diez en la presidencia del Senado». El mensaje me pareció algo extraño, primero por lo inusitado de la hora de la convocatoria (el licenciado Jacobo Majluta trabajaba en su oficina hogareña hasta muy entrada la madrugada y, por eso, sus compromisos siempre comenzaban cerca del mediodía), y en segundo lugar porque justamente la noche anterior el convocado (que fungía a la sazón como presidente de la organización juvenil perredeísta y coordinador del Comando Nacional Electoral de la Juventud Jacobista) había estado despachando con el convocante en su casa casi hasta las tres de la mañana, y prácticamente habían agotado todos los temas que tenían pendientes. (Como se recordará, el licenciado Majluta era en esos momentos el candidato presidencial más popular y políticamente encaminado del país, pues aunque el conteo de los sufragios emitidos en la convención del PRD de noviembre de 1985 había sido abortado violentamente -el “concordazo”, le llamaría la gente al deleznable hecho-, no sólo existía la percepción generalizada de que él había resultado victorioso contra las fuerzas internas coligadas de los doctores Peña Gómez y Jorge Blanco, sino que importantes sectores de la vida nacional -inclusive algunos tradicionalmente adversos al perredeísmo- respaldaban sus aspiraciones). La situación del PRD era en aquellos momentos realmente dramática: pese a que insistentes rumores daban cuenta de que reconocidas figuras de la iglesia católica (aún con la oposición del que luego sería su purpurado, que apostaba casi abiertamente por la candidatura del PRSC) y varias personalidades del ámbito empresarial realizaban ingentes esfuerzos por evitar lo que ya se prefiguraba como la segunda gran división de aquella poderosa falange política, todos los que hacíamos vida interna en ella -sin distinción de «tendencias»- albergábamos serias dudas sobre el éxito de semejantes labores unionistas. Las dudas estaban más que justificadas para los que conocíamos los entresijos de la lucha interna del perredeísm la «Comisión de Escrutinio» designada tras el «concordazo» estaba imposibilitada -víctima de chantajes irresistibles- de cumplir con sus objetivos; las pasiones se habían desbordado virulentamente en todo el país; los precandidatos que se enfrentaron en la convención estaban renuentes a aceptar todo resultado adverso; en la cúpula del grupo de Majluta se barajaba la posibilidad de que éste fuera candidato por «La Estructura» (entidad de su sector externo que había obtenido reconocimiento oficial); y en la franja del doctor Peña Gómez y del presidente Jorge Blanco se hablaba «sotto voce» de aplicar la «tesis Betancourt» (promover conscientemente la división para «limpiar» al PRD aunque se perdieran las elecciones y, luego, trabajar para su reconstrucción sin «enemigos internos»). A la hora señalada me apersoné a la oficina del licenciado Majluta en las instalaciones del Congreso Nacional, y de inmediato una de sus asistentes, diciéndome que cumplía con perentorias instrucciones al respecto, me hizo entrar a su despacho, donde el entonces presidente del Senado de la República conversaba con una delegación del PRD de la ciudad de Nueva York. Tan pronto me vio cruzar el umbral, Majluta se puso de pie, le pidió excusas a los presentes y fue a mi encuentro. «Ven -dijo echando su brazo izquierdo sobre mi hombro-, vamos al baño para que hablemos en privado sobre algo sumamente importante». Una vez dentro del cuarto sanitario de la estancia congresual, me soltó la pregunta sin preámbulos aunque en voz baja: ¿No fuiste tu quien escribió hace unos años en «La Noticia» un artículo sobre la «Ley de Lemas» de Uruguay? Y como le respondí afirmativamente, me dij «Necesito que me prepares urgentemente y por escrito una exposición sobre ese sistema y sus posibilidades de aplicación en la República Dominicana». Sorprendido, mi primera reacción fue contestarle que me pondría de inmediato en eso, pero luego le recordé que para adoptar el repetido sistema había que modificar la Constitución de la república, y esto no parecía tan fácil en las circunstancias prevalecientes. Su respuesta me desconcertó aún más: «Por eso no te preocupes… Nosotros pasamos una reforma constitucional en este país en menos de tres días». (La «Ley de Lemas» es una disposición legal uruguaya, originalmente del 23 de mayo de 1939, en virtud de la cual se legalizan las tendencias en los partidos políticos, reconociéndoles identidad propia -con un «sublema» cuyo diseño no debe dar pie a confusiones con el «lema» partidario- y posibilidad de postular candidaturas paralelas bajo la sombrilla de la organización madre. Conforme a este sistema, en la práctica cada partido tiene derecho a presentar varias candidaturas, aunque con «sublemas» o rasgos de identificación distintos, y a tono con el párrafo final del artículo 2 de la referida ley «Los votos emitidos bajo cualquier sublema se acumularán al lema partidario»). Esa misma tarde organicé una reunión con mis compañeros de más confianza en la casa del agrónomo Mario Torres (el mismo que fue senador de la provincia de Dajabón hasta el 2010), y allí nos reunimos Manuel Antonio Fermín («el Pesao»), Trajano Santana (hoy presidente del PRI), Rafael Nova (líder de la asociación de clubes), Doro Palmero (secretario general de la JRD), Adolfo Serrata, Néstor Poueriet, Súrgida Lara, Rafael G. Santana (el periodista), Juan Pablo Uribe (dirigente del FUSD en la UASD), Rafael de los Santos y el anfitrión, y después de leer en voz alta y analizar con ellos una voluminosa literatura sobre la «Ley de Lemas» procedí a redactar un documento de 11 páginas sobre el tema que le dejé al licenciado Majluta al día siguiente en su morada dentro de un sobre “manila” con el epígrafe de “Absolutamente confidencial”. Esa noche el teléfono de mi casa timbró aproximadamente a las once y media, y fue mi madre quien lo levantó y me despertó (contra mi costumbre -porque aún era soltero y un poco «nocturno»-, me había acostado temprano debido a que al día siguiente tenía que hacer un «recorrido» político por la Línea Noroeste) para decirme que me llamaban de la casa del licenciado Majluta. Cuando me puse al habla, el oficial telefonista de turno me comunicó con el importante líder perredeísta, quien tras los saludos de rigor me solicitó -en su lenguaje siempre considerado y paternal- que me trasladara hasta su residencia para hablar del documento que le había dejado en su casa. Llegué al filo de la medianoche a la casa del licenciado Majluta, y cuando estuve frente a él me pidió que nos acomodáramos en el comedor para que degustáramos «unos quipecitos» mientras hablábamos (él recién había llegado de su último compromiso político del día y, según me confesó, estaba «muerto de hambre»). Entre un bocadillo y otro, conversamos largamente sobre la «Ley de Lemas». Cuando salí de allí eran las tres de la mañana, y mi cerebro (el de un joven beligerante de 24 años que disfrutaba de las más absoluta confianza de su líder) literalmente ardía de tanto darle vueltas a ciertos aspectos del amplio y riguroso análisis que me hizo el destacado dirigente político sobre la coyuntura política nacional y el futuro inmediato del PRD. En síntesis, el licenciado Majluta ponderaba la «Ley de Lemas» como una posible “solución definitiva” para la situación del PRD porque, sin importar el resultado de las elecciones de mayo de 1986, la organización caminaba inevitablemente hacia la división, y sólo una fórmula como esa podía garantizar que no se consumara: sostenía que la magnitud y la sectarización de los liderazgos de él y del doctor Peña Gómez, junto al hecho ostensible de que el doctor Jorge Blanco se preparaba para intentar regresar al poder en 1990, auguraban un violento relanzamiento de las discrepancias y la radicalización de la lucha interna, y que bajo la «nueva racionalidad interior» creada por el «concordazo» a la larga se haría imposible la «cohabitación» de las grandes «tendencias» del perredeismo de la época. Igualmente, el licenciado Majluta entendía que adopción de la «Ley de Lemas» podría ser conveniente para un país como el nuestro (donde la proclividad a la división y a la atomización es un lugar común de la historia político-partidaria) por tres razones fundamentales: primero, porque le brindaría al ciudadano la oportunidad de seleccionar entre opciones distintas sin necesariamente abandonar su militancia partidaria; segundo, porque permitiría el «reencauzamiento» o la «reconstrucción» de las simpatías internas habitualmente disgregadas o fragmentadas luego del desbordamiento de las pasiones en los eventos convencionales, fortaleciendo orgánicamente a las entidades políticas en particular y al sistema de partidos en general; y tercero, porque garantizaría la existencia y la sobrevivencia de los líderes emergentes o alternativos frente a los poderosos liderazgos oficiales o de vieja data, impidiendo que estos últimos se sacralizaran y eternizaran como líderes únicos o caudillos. Asimismo, el licenciado Majluta me informó confidencialmente que había “tanteado” por medio de “amigos comunes de fiar” a los doctores Peña Gómez, Jorge Blanco y Balaguer, y que los dos primeros “en principio” no se oponían a un eventual modificación de la Constitución para establecer en el país el sistema electoral consagrado en la “Ley de Lemas”; y que aunque el último se había mostrado “reservado” frente al planteamiento -lo que indicaba, dado su estilo, que en realidad lo rechazaba-, no estaba en capacidad en esos instantes de torpedear una iniciativa de esa naturaleza por lo menguada que había quedado su fuerza en el Congreso Nacional en las elecciones de 1982. El 27 de enero de 1986, a propuesta del presidente Jorge Blanco, se firmó el “Pacto La Unión”, que implicó el reconocimiento de la candidatura presidencial del licenciado Majluta por el PRD (junto a otros importantes acuerdos con respecto a los cargos partidarios internos y a las candidaturas nacionales, congresuales y municipales), y con él quedó definitivamente sepultada toda posibilidad de que se produjera alguna iniciativa en firme para establecer en la República Dominicana el esquema eleccionario consagrado en la “Ley de Lemas”. El licenciado Majluta ganó voto a voto las elecciones de mayo de 1986 porque en su favor fueron emitidos más sufragios que los de sus adversarios, pero el doctor Balaguer fue declarado ganador por la JCE con base en un tecnicismo legal (la anulación de los votos con «doble rayado» aunque se hiciera sobre el mismo candidato que aparecía en boletas distintas) y juramentado en agosto del año citado; y el PRD se dividiría formalmente en diciembre de 1989 (luego de múltiples enfrentamientos e incidentes que incluirían la «expulsión» sumaria de los majlutistas, la toma «manu militari» de la Casa Nacional y la colocación de alambradas en su entrada), dando origen al PRI, que fue lanzado a la luz pública oficialmente el 26 de enero de 1990. El licenciado Majluta sólo pudo ver materializadas algunas de sus aprehensiones y premoniciones (morirá en la flor de la adultez promisoria el 2 de marzo de 1996), pero ahora que el PRD se divide de nuevo (acaso dándole la razón al «moro» judío-alemán que -corrigiendo a Hegel- sugirió que los grandes hechos y personajes de la historia aparecen dos veces, pero «una vez como tragedia y la otra como farsa»), todos esos recuerdos han irrumpido en la “sesera” del autor de estas líneas, quién -¡maña fuera en un escribidor de vainas!- no ha resistido la tentación de compartirlos con sus amables lectores porque el paso del tiempo ya los ha librado del inviolable cerrojo moral de la confidencialidad. lrdecampsr@hotmail.com

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