“El político. Radiografía íntima”, o la pestilencia de un oficio
Leer
un clásico es como leer -casi siempre- en pretérito (es decir, un no creerse,
como ser humano, parte ni culpable), y por esa intuición o premeditación, les
asignamos -en el presente- una sabiduría infinita que su resistencia y
pertinencia justifica. Contrario, cuando nos asomamos a un texto como “El
político. Radiografía intima” de Leonte Brea, lo que aflora, a pesar de su
objetivo pedagógico innegable, es náusea-cognoscitiva porque es cómo estar
frente a un espejo-rostro (por ejemplo, nuestra partidocracia); y no leyendo un
clásico, sino el espectáculo de una realidad cruda y desnuda que ya fue
radiografiada, pero que ahora -con el libro de Leonte- asusta y nos deja
perplejo al ver desfilar -en nauseabunda caravana- a muchos de nuestros “héroes
públicos-universales” (líderes, caudillos, déspotas, profetas, redentores,
patriotas o próceres históricos) descalzos y desnudos, o peor, en su miseria
más degradante: la de embusteros y simuladores tras el poder. Por ello, todo
clásico es una bofetada atemporal.
El
libro en si (el de Leonte Brea), pretende quitar vendas y exhibir encuero al
animal político que habla en la plaza pública o que miente sin parar llamando y
apelando a una “ética pública” que detesta hasta en la superficie de su falsa
prédica porque, de naturaleza, le es repelente. Sin embargo, hay en sus páginas
un intento serio y respetable por delatar y denunciar lo que todos sabemos,
quizás procurando -de los actores políticos- algo de vergüenza o de querer arar
en el desierto. Porque los políticos –con rarísimas excepciones-, en mayoría,
no leen ni tiras cómicas. Si acaso, la crónica empalagosa sobre ellos mismos.
Eso
si, y aunque el autor quiere universalizar su ensayo, no encuentra como eludir
el inagotable material -presente y pasado- vernáculo, y sin proponérselo, le
salen ricura de la fauna política nacional digna de antología o de cualquier
tratado sobre el arte del engaño o del que te vende y te hace cargar los
cuartos. Hay pues, trazo en el libro que por su referencia implícita no nos
deja a la saga cuando abrevamos en Maquiavelo, Weber, Gracián, Azorín, Gasset
o Robert Green, en la búsqueda de esos retratos tan remotos como para que no
olvidemos que “Los procesos políticos, por su propia naturaleza, no son
transparentes y, por lo tanto, poco accesibles a cualquier mirada ingenua”
(pág. 182).
Vale
la pena pues leer este libro que, en afirmación de su autor, “…sólo recoge uno
de los tres componentes de un proyecto más ambicioso…”. Pero agreguemos, como
una invitación a su lectura, y de su autoría también, esta galería espeluznante
y paradigmática a la vez:
“La
gama de políticos es extensa. Abarca a hombres fríos, calculadores como
Richelieu; intrigantes pragmáticos como Fouché; impetuosos como el Papa Julio
II; crueles como Agatocles; agitadores como Danton; carismáticos como De
Gaulle; persistentes como Juárez; incorruptibles como Robespierre; teatrales como
Mussolini; íntegros como Mandela; socarrones como Ruiz Cortines; visionarios
como César Augusto; bipolares como el Conde-Duque de Olivares; psicopatoides
como Mirabeau; encantadores como Kennedy; principistas como Lincoln; seductores
como Alcibíades; románticos como Martí, frívolos como Berlusconi; demagogos
como Velasco Ibarra; resentidos como Tiberio; lujuriosos como Nerón, tenebrosos
como Duvalier; y psicópatas como Trujillo”.