El Control de la criminalidad administrativa en el Derecho Indiano
«…la parte más sustancial del buen gobierno de las Indias consiste en la integridad y limpieza de manos de los que gobiernan en ellas». (Lic. Fernando Carrillo, Pdte. del Consejo de Indias. A.G.I. Indiferente General. Legajo 751).
La corrupción administrativa es una constante en nuestra historia. En los últimos tiempos cada nueva administración estatal acusa a la anterior del crimen del peculado y de arruinar al Poder Público. Y alza como uno de sus principales objetivos la moralización del Estado.
Nuestro país, como algunos países hispanoamericanos, mantiene como herencia colonial un Estado patrimonialista y paternalista. Algunos de los que asumen el poder actúan como si el Estado fuera su patrimonio y al no existir mecanismos jurídicos idóneos y eficaces y al estar también la justicia corrompida su ambición y codicia son alentadas y estimuladas.
El Estado español en Indias tuvo serias preocupaciones por el problema de la corrupción administrativa -problema que se percibe desde los inicios de la conquista de la isla Española- y creó instituciones y mecanismos para frenar ese crimen perenne que tanto daño ha hecho a nuestro país.
Convendría volver la mirada hacia el pasado colonial, y estudiar algunos mecanismos de control del peculado durante la dominación hispana.
De acuerdo con las Leyes de Indias los funcionarios reales, oidores, corregidores, militares, alcaldes, eclesiásticos… debían hacer un inventario de sus bienes antes de ocupar el cargo. Y en el ejercicio del mismo les estaba prohibido ingenios, minas, hatos, esclavos, y otras fuentes de riquezas.
Los gobernadores y capitanes generales debían hacer informes periódicos de la vida, costumbres y bienes que adquirieron en el ejercicio del cargo de los funcionarios.
La administración española creó dos instituciones en las que depositó toda su confianza para detener la corrupción administrativa. Estas fueron: la visita y la residencia. La primera era una comisión administrativa para controlar y reformar la realización del orden institucional, sin suspender el funcionario respectivo. La residencia, en cambio, era un juicio que teóricamente se iniciaba al término del período de un funcionario, o cuando el rey lo mandaba y el juez asumía la jurisdicción del procesado cuya conducta se examinaba. No obstante, esta última se podía realizar, como muy bien observa José M. Marilú Urquijo, en su obra Ensayos sobre los juicios de residencia indiana, en cualquier momento del ejercicio del cargo del funcionario. Su aseveración la basa en Las Leyes Nuevas, de 1542 y se contrapone al juicio de los tratadistas indianos Merriman, Harring y Ots Capdequí.
Las visitas no siempre eran originadas por sospechas o denuncias, como afirman algunos estudiosos del Derecho Indiano. A veces tenían un carácter regular y de rutina, como por ejemplo, la que se hacía a las Cajas Reales del Perú de siete en siete años, salvo que hubiese informes de que los oficiales no cumplían con sus obligaciones, en cuyo caso la Corte enviaba visitadores y pesquisadores sin esperar el cumplimiento del plazo.
Volviendo al juicio de residencia, es interesante señalar que debía ser realizado en el lugar donde el funcionario desempeñó el oficio, en el cual debía permanecer personalmente o por procurador, durante el tiempo que durase. En el juicio se hacía una revisión y evaluación de la conducta del mismo personaje residenciado. Normalmente el juez que hacía la residencia era la persona que substituiría al enjuiciado. El juez traía junto con la cédula de su nombramiento la que le facultaba para juzgar las actuaciones de su predecesor.
Tanto los más altos funcionarios como virreyes, gobernadores y capitanes generales, como los de más baja categoría, como alcaldes ordinarios, estaban sujetos no sólo a las residencias, sino también a las visitas. Junto con los funcionarios que tenían mando se residenciaba a sus dependientes y subalternos y hasta su familia o parientes. Los mismos oidores de la Audiencia, institución que la ley colocó por encima de los virreyes, capitanes generales y gobernadores y que simbolizaba el imperio de la ley sobre la autoridad ejecutiva estuvieron sujetos a la residencia. Asimismo, los eclesiásticos, los militares y los marinos que viajaran a las Indias, los cuales eran juzgados en el Tribunal de la Casa de Contratación de Sevilla, a su regreso a la Península.
Fue difícil, aunque no imposible, que un funcionario lograra la exención del juicio de residencia. Solórzano Pereira, en su Política Indiana, consideraba que el mayor error que puede cometer un príncipe era eximir de este juicio a sus magistrados y oficiales. A veces se solicitaba, como el caso de la viuda del gobernador y capitán general de Yucatán, Juan Fernández Sabariego, en atención a que éste había servido ese cargo por tres meses y veintitrés días, pero la Corona mantuvo invariable su posición al considerar que debía darla porque así lo mandaban las leyes «como por los inconvenientes que se pudieran seguir de este ejemplar».
Convendría, además, significar que ningún funcionario podía ocupar nuevos cargos si no presentaba pruebas documentales de su residencia y en el caso de oficios que se prorrogaban el máximo de tiempo del ejercicio de un cargo mediaba entre 6 y 8 años se debía hacer el referido juicio al término de cada período. Un ejemplo de ésto fue el caso de Alonzo de Zuazo, oidor de la Audiencia de la Española, que en 1521 se le anuló una comisión por haber sido conferida antes de terminar su residencia.
Junto con la residencia el funcionario tenía que hacer una rendición de cuentas. Así estaba obligado a responder no sólo por los actos efectuados en el desempeño del oficio, sino también por la recaudación e inversión de los bienes pecuniarios propios del cargo. Al igual que las residencias las rendiciones de cuentas se les hacía a todos los funcionarios sin importar su categoría. La Corona dispuso que al residenciarse a los funcionarios para hacer libramientos los oficiales de la Real Hacienda presentaran las cuentas de todo lo que hubieran librado los residenciados y ellos hubieran pagado por su orden, para con citación del enjuiciado se averiguara «acabadamente» su licitud.
Los corregidores, que fueron comparados con «Los halcones de Noruega», por «su insaciable codicia», tenían que rendir cuentas de las tasas y tributos que habían cobrado junto con su residencia. Pero el sistema tenía el inconveniente de que no todos los magistrados tenían los conocimientos técnicos necesarios para juzgar las intrincadas cuentas que los funcionarios en cuestión presentaban, por lo que se dilataba muchos años la resitlencia, y la Real Hacienda sufría la postergación del cobro de los bienes malversados. Para resolver este problema se libró una Real Cédula el 31-XII-1607 en la que se ordenaba que en conformidad con las Ordenanzas dada a los Tribunales de Cuentas, a esos Tribunales y no a las Audiencias competía tomar las cuentas a todos aquellos que tuvieran a su cargo la cobranza de la Real Hacienda y las Audiencias sólo podían intervenir para conocer en «lo criminal», culpas y cargos que resultaren contra los corregidores como corolarios de la rendición de cuentas».
En la administración española la muerte no impedía la realización del juicio de residencia. Durante los siglos XVI y XVII fueron varios los funcionarios enjuiciados después de muertos. Pero esta práctica se oponía a varias leyes de Las Partidas, especialmente aquellas dos que establecen que después de muerto nadie podía ser acusado, pues la muerte desata y deshace tanto a los yerros como a los que los hicieran y que la muerte hace pasar a jurisdicción de un juez superior «que ha de dar juicio sobre todos los otros». Las dudas fueron aclaradas por el más destacado estudioso del Derecho Indiano de los tiempos coloniales, Juan de Solórzano Pereira, quien consideró que cuando podría satisfacerse el interés de la parte o del fisco la causa podía proseguir contra los bienes y herederos del difunto. Esta idea de Solórzano motivó la Real Cédula del 17/IV/1635 que dispone que los juicios contra los funcionarios fallecidos «sin excepción de personas», pasen contra sus herederos y fiadores por los tocante a la pena pecuniaria que se les impusiere por ello…».
Los cargos correspondían al incumplimiento de los deberes de los funcionarios. En un orden de jerarquía, por ser tan común y frecuente, entraban en los primeros lugares el haber violado las leyes que prohibían el comercio y toda clase de negociaciones a los funcionarios reales y la malversación de los fondos estatales. Entraban también las baterías, los cohechos, la usurpación, el contrabando, traición al rey y a la patria, herejías, nepotismo delito este último de muy alta frecuencia y otros.
En la colonia de Santo Domingo el contrabando fue tan intenso y extenso, pues la casi generalidad de sus habitantes se dedicaban a este comercio ilícito, que fue necesario que se creara el cargo de Juez de Rescate, que era ocupado por uno de los oidores de la Audiencia, el cual debía hacer giras periódicas por los lugares donde era más frecuente este delito para sorprender In Fraganti a los delincuentes.
Ayer, al igual que hoy, se opinaba que la causa principal de la corrupción administrativa era el poco sueldo que devengaban los funcionarios, principalmente los que más avaricia mostraban, a saber, los corregidores, que eran los que más delinquían en el trato y comercio ilícito. El virrey del Perú Manso Velasco en una representación a la Corte consideró que la escasez de los emolumentos de los corregidores no les permitía vivir sin recurrir a la explotación de los indígenas. Y el arzobispo virrey de Nueva Granada, Antonio Caballero y Góngora, escribía en 1789 que la falta de un competente sueldo era el origen de la corrupción de la mayoría de los jueces de América. Y hablando del mercantilismo de los corregidores aseveraba que: «el desorden es tan inveterado que se ha convertido en una especie de derecho consuetudinario, hasta alegarse en los juicios de residencia, y ciertamente nunca podrá remediarlo ni castigarlo el Gobierno mientras se pretende que trabajen sin remuneración…» Pero también otra de las causas de la criminalidad administrativa era el exceso de poder que la ley ponía en manos de algunos funcionarios, como bien señalan Enrique Ruiz Guiñazú, en su Magistratura Indiana, y Marilú Urquijo, en su obra precitada.
Al concluir la visita y la residencia el juez dictaba sentencia sobre cada uno de los cargos. En los cientos de miles de papeles de la Escribanía de Cámara, del Archivo General de Indias, se conservan las sentencias de los referidos juicios. Son múltiples los casos de funcionarios condenados a crecidas penas pecuniarias o privación del oficio, lo que demuestra que esos mecanismos fueron unos positivos recursos para sanear la administración indiana. De manera que al funcionario no sólo se le privaba del cargo, sino también se le confiscaban sus bienes y se le condenaba a pagar multas, a veces muy crecidas, y en el caso de malversación de fondos del Estado debía devolver lo tomado. Además, se le castigaba con prisión y hasta con la pena capital, conforme con la Ley 35, Tit. 4, Lib. VI, de la Recopilación de Leyes de Indias.
A veces resultaban muy crecidas las sumas que debían restituir a la Real Hacienda. En la Española, en 1608, a Antonio de Osorio se le condenó a devolver al Tesoro Real la cantidad de 42,993 reales de plata que había malversado. Y ni siquiera la condición de Obispo y de difunto detenía la aplicación de esa y otras sentencias. Así en el 1720 los bienes y herederos del obispo y virrey Diego Ladrón de Guevara fueron condenados a pagar 167,471 pesos por diversos cargos que le resultaron en la residencia que dio como virrey del Perú.
La Española, como primera colonia de España en América, fue el lugar de experimentación y ensayo de las leyes e instituciones indianas. Desde muchos años antes de concluir la conquista de la isla la Corona se vió en la necesidad de crear instituciones y mecanismos de control para frenar la ambición de los conquistadores. En este sentido se inscribe la comisión de Juan de Aguado, en octubre de 1495, como comisario regio, con poderes extraordinarios para examinar las actuaciones de Cristóbal Colón y sus hermanos, a causa de los informes negativos que sobre ellos hicieron a la Corte el Padre Boyl y Mosen Pedro de Margarite. Así también Bobadilla fue un pesquisidor puramente judicial sobre el caso de Roldán, pero llevaba también poderes de un gobernador. La preindicada comisión de Aguado se debe considerar como la primera visita en la Historia de la administración de la justicia.
El primer juicio de residencia hecho en América fue en La Española. Y el primer residenciado fue precisamente Bobadilla, y el segundo Ovando, cuyo sucesor, Diego Colón, no sólo lo enjuició a él, sino también a sus oficiales subalternos. Estos procesos fueron los puntos de partida para que se afirmara la referida institución, de suerte que el juicio en cuestión se realizó en cada sucesión de gobernadores y capitanes generales hasta convertirse en rutina no sólo en nuestra isla, sino también en toda la América Española.
La historia colonial de Santo Domingo está llena de estos procesos contra los gobernadores, oidores y otros funcionarios. Los juicios -que como se recordará- fueron hechos generalmente, con algunas excepciones, por sus sucesores. Así podemos señalar la ruidosa residencia hecha en 1608 al gobernador saliente Osorio, por su sustituto Diego de Sandoval, en la que se juzgó la conducta de aquél en las despoblaciones y destrucciones de las ciudades de Bayajá, la Yaguana, Montecristi y Puerto Plata entre 1605-1606, y la residencia hecha en 1645 por el nuevo gobernador Velasco Altamirano al saliente Juan Bitrián de Viamonte, que ejerció el gobierno de manera despótica.
Como excepción a la regla, no siempre el juez era el sucesor del enjuiciado, sino un funcionario enviado por el rey para residenciar a un gobernador y oidor saliente, como los casos de la residencia del gobernador Maldonado y los oidores de la Real Hacienda que fueron juzgados por el Lic. Cepeda en 1557, a quien no se le nombró gobernador sino sólo oidor; y en 1564, en que el oidor Echegoyen fue residenciado por otro oidor, el Lic. Ortegón.
Con la residencia y la visita trataron los Reyes de España de castigar los excesos de sus funcionarios coloniales. No siempre tuvieron éxito. Muchos de los abusos, desfalcos y crímenes no fueron castigados o fueron ridículamente penalizados, a causa de componendas entre jueces y residenciados y hasta entre éstos y uno que otro monarca.
En el caso del imperio español en América, en 1709, la residencia fue reformada, reforma que la llevó al debilitamiento y que marcó el preludio del fin del dominio de España en el Nuevo Mundo.
¿Fueron eficaces las instituciones del estudio? En general, los sometidos a ellas siempre tuvieron una visión negativa de las mismas. Aunque siempre el poder social y político que deviene del dinero hace inclinar la balanza de Temis a favor del delincuente adinerado. Como muchas veces ocurrió, sobre todo a finales del dominio colonial, fenómeno del cual fueron testigos oculares Alejandro Humboldt -como lo revela en su Ensayo Político del Reino de Nueva España-. y Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que lo critican, en sus Noticias Secretas de América… y que ha estudiado el historiador contemporáneo Clarence Harring, en su Curso sobre Instituciones de Derecho Público… Pero a pesar de ello, la eficacia de los mecanismos de control de la criminalidad administrativa del estudio son superiores a los actuales para limitar la corrupción de los funcionarios. La visita y la residencia contribuyeron a mantener activa la administración y a frenar en parte los constantes ímpetus egoístas, ambiciosos y codiciosos de los funcionarios indianos. Y, rigurosamente hablando, el juicio de residencia fue más eficaz e intimidador que el juicio político de nuestras modernas instituciones.