¿Ebriedad o navidad?
No se trata de la euforia que provoca el exceso de alcohol, sino del estado de exaltación que proviene de la lujuria de adquirir artículos innecesarios.
Compramos un árbol de navidad sin comprender que en el cultivo de dichos árboles no se puede prescindir de los pesticidas, ni de la destrucción ambiental que implica la desaparición de las especies, la muerte de la biodiversidad.
Si razonamos que la navidad es una fiesta heredada del paganismo, que no fue hasta el siglo quinto de nuestra era que se establece como fiesta cristiana, comprenderíamos su industrialización en el mercado de la compraventa.
Deberían razonar en estos días de euforia colectiva los que piden milagros a Dios, después de Dios habérselos concedido.
Como la conocida anécdota del que se refugió en el techo de su casa, temeroso de la inundación que se avecinaba y que veloz el nivel del agua le llegó al cuello. Rechazó tres veces la ayuda de los rescatistas, que prestos vinieron a salvarle. Finalmente se ahogó.
Cuando se encontró con Dios, le preguntó, ¿Dios, por qué no me salvaste? Le envié tres veces a los rescatistas.
Moraleja: no le pidas a Dios que te premie cuando Dios te ha premiado.
Tantas defunciones que provocan las ventiscas que azotan a la vejez, o balas que se pierden al final del año, caen donde no deben.
Los que van de compras y regresan a casa con aquello que les han vendido y no les agrada, los que son atracados, los que caen bajo las ruedas de un automóvil, guiado por un automovilista ebrio.
Mercaderes que no se detienen ante el viernes negro, el de las brujas, el de dar gracias. Las deudas del comienzo de año asoman tras el síndrome del bolsillo roto.
Las navidades venideras tendrán la palabra, si acaso dispondremos de árboles industrializados o si ya no habrá suelos que dispongan de tales semillas alteradas en el laboratorio, acaso en Africa aparezcan los primeros copos de nieve, donde hubo luz solar reinarán las tinieblas.
Aún quedan campos donde observar el comportamiento de las hojas, el ronroneo del arroyo, la embestida de la ola contra el acantilado, cerros iluminados por el impulso creador de las cabras en su afán de burlar a la gravedad.
Sin mencionar el torrente de la lluvia cuando se derrama sobre los techos de zinc, la niebla, o el rocío o de una mañana navideña.
¿Y qué de la reunión familiar, del espíritu del villancico, de toda aquella brisa inefable que acariciaba el rostro, las cercas se llenaban de flores extrañas, las plumas de las aves se pintaban de otros colores, los pobres eran piezas vitales del rompecabezas de la familia y de la paz hogareña?

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