Cibaeños en San Cristóbal
Con rugidos ásperos, los camiones Mack rompieron la quietud de la madrugada y entraron a San Cristóbal —la Ciudad Benemérita—, estacionándose en el lugar preciso: frente a la escuela pública Juan Pablo Pina, en la Avenida Constitución, frente a frente en donde yo vivía. Allí, cansados y llenos de los polvos luminosos de Gurabo, Licey, Moca y Junumucú, vi a los cibaeños descender a las calzadas.
Los hombres, olorosos al tierno tabaco de las sabanas cibaeñas y patinados con sudores de anegados trabajos conuqueros, miraron azorados la vía recta, asfaltada y limpia de la principal calle sancristobalense y tropezaron con los primeros rayos del sol que se elevaba por Lavapiés, al sur de la ciudad.
Las mujeres, impregnadas de los hollines de mil fogones, cargaron sus hijos junto a los trapos amados y se sentaron en las cunetas a ambos lados de la avenida.
Según supe más tarde, habían salido hacia San Cristóbal al atardecer del día anterior, cuando el sol caía sobre las lomas cibaeñas y recorrieron las distancias lentamente, haciendo paradas cada sesenta o setenta kilómetros para que descansaran e hicieran sus necesidades a orillas de la carretera.
Era un verano de aquel año de los 40’s, y antes de que clareara por completo, varios soldados los introdujeron al patio de la escuela y allí pasaron lista, mientras algunos niños lloraban y otros moqueaban sus viejos catarros, mirando perplejos el cielo de aquella ciudad desconocida y preguntándose qué diablos buscaban tan lejos de casa.
El traslado se había organizado en esa fecha para aprovechar el periodo vacacional y poder utilizar la principal escuela pública de San Cristóbal. Salvo las autoridades de la ciudad, los sancristobalenses ignoraban esta intermigración ordenada por Trujillo, que procuraba blanquear —según los mentideros— la provincia. Después de pasar lista, los recién llegados fueron llevados a las aulas de la escuela, en donde se les brindó un suculento desayuno.
Y desde allí pudieron observar —a través de las ventanas— a los curiosos que rodeaban la escuela, lo que molestó al oficial del ejército que comandaba la intermigración.
—¿Qué miran?— gritó el militar desde una de las ventanas a los curiosos—. ¡Esta gente está aquí por disposición del Jefe! ¿Me oyeron? ¡Largo de aquí!
La sola mención del Jefe logró que los curiosos se marcharan a sus casas, y escuché a muchos de ellos preguntar cuáles motivos tendría Trujillo para traer a su querido pueblo a esos blanquitos que parecían campesinos.
En mañana de ese día, autoridades civiles y militares de la provincia se presentaron en la escuela y condujeron a los recién llegados hacia las casitas construidas para ellos al Oeste del hospital público y en el extremo Este de San Cristóbal.
Días después me enteré que cuando fueron alojados allí, muchos sancristobalenses criticaron la disposición de las autoridades, al considerar que aquellas casitas tan lindas habían sido levantadas para ellos, los nacidos en la bendita ciudad que parió a Trujillo.
JPM
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