Arena y mar

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El autor es escritor. Reside en Nueva York.

Quejumbroso y agobiado por el peso de los años, un hombre llegó con pisadas lentas hasta orillas del mar.

Mientras  deja juguetear a la arenilla traviesa que se filtra entre sus dedos y siente que desde sus piernas le llega hasta el resto del cuerpo el abrazo energizante del agua que viene y va cabalgando a lomos de las encabritadas olas, observa que, esas mismas olas que le refrescan, arrastran consigo una retahíla de algas y enredaderas acuáticas, entre las que viene envuelto un basural que quedó atrapado entre las enmarañadas raíces, actuando a manera de redes.

En segundos, el venerable anciano ha visto desfilar ante sus ojos, por un lado, la albura de la finísima arena, en el momento sublime en que las ansiosas olas del mar la inundan y mojan su interior. Y por el otro, la grosera invasión de toda suerte de inmundicias que llegan con el bochorno de la marea y convierten el entorno anteriormente impoluto  de la playa en un desagradable y maloliente escenario que despide efluvios más propios de estercolero que de agradable ensenada.

Sin dar tiempo ni respiro al impávido anciano para articular palabras o para tomar acciones en cuanto a su permanencia en el citado lugar, nueva vez las impetuosas olas del bravío mar regresan a la playa para recoger, con violentos manotazos, la afrentosa carga que antes quedó esparcida en el perímetro de la mancillada estancia.

Y devuelven los desechos a los dominios de las profundidades, dejando en el ambiente un caudal de conjeturas que flotan en las sienes del viejo, se entremezclan con las canas que adquirieron tal color a causa de los vaivenes de su existir  y, finalmente, se introducen hasta llegar al cerebro en donde, a seguidas, ha de producirse un interesante concierto de conjeturas, hipótesis y explicaciones, que le permitan entender el entuerto que tiene ante sí.

En una arriesgada deducción bañada de sabiduría, el hombre se aventura a postular que  la arena límpida, cándida e impoluta que cubre la extensión de una playa que se ensancha hasta más allá de donde la vista alcanza, viene a ser la vida que recibimos al nacer, aupada con su cálido soplo de dulces expectativas.

Y para enriquecer el sendero de la existencia, las encrespadas olas del mar representan los goces, andanzas y emociones, de donde se derivan las aleccionadoras enseñanzas que vamos adquiriendo con el paso de los años y el logro de la madurez.

Las amarguras, decepciones y tropiezos están representados, sin lugar a dudas, en el basural que viene a lomos de las olas. Esto así porque, tal y como sucede con el Flamboyant, en el curso de la vida ‘primero vienen las flores, …y después las vainas’, puntualizó el canoso personaje, en sus adentros.

Y junto al inagotable caudal de alegrías y tristezas amor y desamor, triunfos y fracasos, agonías y renacimientos, en el epílogo de la vida hemos de llegar a una breve etapa de paz y reflexión que no es más que la cosecha de aquello que fuimos sembrando, puntualizó finalmente el esclarecido y acucioso abuelo.

Ésa paz transitoria está representada en la quietud de la playa, cuando baja la marea y las aguas vuelven a su nivel.

La vida no es más que un espacioso baúl en el que vamos depositando el resultado de nuestras andanzas y placeres.

El resultado -positivo o negativo- de tales acciones habrá de salir a flote cuando pasemos balance a nuestras vidas, al llegar la vejez.

Y al analizar todo cuando fuimos arrojando al fondo de dicho baúl en esa enloquecedora vorágine en que, a veces, se convierte la vida, podremos determinar si disfrutaremos de la blancura virginal de la playa, con su impoluta arenilla, o si, por el contrario, tendremos que abjurar de nuestros errores y gemir como Jeremías, sin disponer del tiempo necesario para enmendarlos.

Dejemos a solas al venerable anciano para permitir que dilucide en cuál de ambas situaciones ha fluctuado su existencia mientras cabalgó por el mundo, encabritando con ínfulas de conquistador a todo cuanto se interpuso en su camino.

Y al hacerlo, hagamos un alto para mirar de frente al espejo de nuestras propias vidas y comenzar a enmendar, tempranamente, aquellas acciones que afean nuestro proceder y dañan a los demás.

Hazlo ahora, amigo lector. No hay que esperar a que te alcance la vejez!

sergioreyes1306@gmail.com

JPM

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