OPINION: Analizando el discurso de Obama en Chicago

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

Toda despedida viene envuelta en el  misterio del crepúsculo que niega la luz del sol para ocultarse después de su afanosa vigilancia. Ante este inevitable fenómeno de la naturaleza el alba hace su entrada para que las primeras luces del día resplandezcan dándole paso a la majestuosidad de una nueva jornada a la existencia humana.

 

La estrella que hizo que George Washington se separase del cargo que ocupó, de ninguna manera su predestinación ni su gloria dejaron de inspirar que los Estados Unidos, como nación y como imperio, propagaran los dones inmarcesibles de la democracia, la libertad y la justicia social.

 

Por el contrario, sus palabras, consagradas por su espada vencedora y por su nobleza, bordada con hilo de oro del más fino, quedó de manifestó en aquella circunstancia, con la solemnidad y el simbolismo que exigen los momentos más eminentes de la patria a sus ciudadanos más ilustres:

 

“Os suplico que me dispenséis la justicia de creer que no he tomado esta resolución sin haber tenido muy en cuenta las obligaciones que corresponden a un ciudadano sumiso al inte­rés de su patria, y que la determinación de retirarme no implica merma del celo por vuestros intereses futuros, ni es falta de gra­titud a vuestra constante bondad, sino tan sólo un efecto del pleno convencimiento que tengo de que este paso no es incom­patible con aquellos objetos”.

 

La excepcionalidad del pensamiento de este insigne ciudadano, quien ocupó la primera presidencia de los Estados Unidos, ha iluminado las ideas políticas y sociales que han perdurado como fundamento sacrosanto de significación de la nación. Las despedidas de un presidente en la sociedad norteamericana han estado envueltas por la prosa fervorosa que reclama la majestuosidad del cargo de primer magistrado de un estado apreciado por el carácter y la dimensión universal  de su enorme poderío e influencia.

 

El grandioso discurso pronunciado por el primer presidente negro de los Estados Unidos, Barack Obama, en la ciudad de Chicago, con cuyo gobierno quedó grabado en el mármol de la historia el principio de una etapa política en la cual la igualdad de oportunidades permaneció en su ilustre persona, como baluarte inexpugnable ante el totalitarismo y la negación de derechos que suelen imponer las sociedades en las que el absolutismo prevalece por encima del pluralismo.

 

Una nota relevante en este majestuoso discurso de Obama, que no pudo ser pasada por desapercibida, fue aquella advertencia casi apocalíptica de su alocución de despedida ante los estadounidenses en la que el presidente avizora: “las amenazas que se ciernen sobre la democracia, alertando, además, de que esta «corre peligro cuando se la da por segura«, que se quiebra «si se cede al miedo«.

 

Otro punto digno de destacar en esta regia disertación fue el que quedó también subrayado de forma incuestionable, como si fuese una corazonada horrorosa que podría sobrevenirle a la nación al dejar en la Casa Blanca a un sucesor que enarbola un nacionalismo blanco que obliga a un ejercicio de revisión de los agravios ulcerantes en América –«la raza, la desigualdad«- exigida por la inmigración y la modernidad como defensa del espíritu americano.

 

Frente a estas exigencias, el presidente Barack Obama en su extenso discurso en Chicago, recordó: «Es ese espíritu el que nos ha hecho una potencia económica, que nos hizo despegar de Kitty Hawk y Cabo Cañaveral; el espíritu que cura enfermedades y pone un ordenador en cada bolsillo«..

 

De manera casi inmediata a esa alma animosa que potencializa la creatividad del pueblo estadounidense, el presidente Obama enfatizó en su discurso analizado aquí, el mismo espíritu excepcional: «que nos permitió resistir al fascismo y la tiranía durante la Gran Depresión«.

 

Esa mano dura que agita y nos hacer ver un periodo nuevo contra la inmigración, el presidente Obama rememora con dolor los días de martirios y advierte en palabras que conmueven y mueven a la vez a la reflexión: «Si declinamos invertir en los hijos de los inmigrantes solo porque no se parecen a nosotros, reducimos las posibilidades de nuestros hijos«.

 

Vale traer a este análisis una frase de Washington que convoca al pueblo estadounidense a preservar la unidad de la nación, similar a la clarinada que hizo el presidente Obama a sus conciudadanos en la celebrada alocución de despedida para evitar que el espíritu de unidad no se pierda ante el ímpetu desbordado de las emociones de hombres insidiosos.

 

Veamos: «…como es fácil prever que por diferentes causas y desde diferentes sectores se habrá de poner mucho empeño y emplear muchos artificios para debilitar en vuestras mentes el convencimiento de esta verdad siendo este el punto de vuestro baluarte político contra [la unidad del gobierno] contra el cual han de dirigirse con mayor constancia y actividad (aunque muchas veces oculta e insidiosamente) las baterías de los enemigos interiores y exteriores, es de infinita importancia que estiméis bien el valor inmenso de nuestra unión nacional a vuestra felicidad colectiva y particular«.

 

Al regresar a Chicago coronado con los laureles de la honra, donde inició su carrera política, el 44 presidente de los Estados Unidos expresó, con el ánimo visible y gratamente perturbado por los recuerdos: “Fue en estas calles donde vi el poder de la fe, la dignidad silenciosa de los trabajadores ante la lucha y la pérdida”.

El presidente habló con lágrimas en sus ojos de las pruebas recibidas durante sus ocho años de gobierno de haber visto los «rostros esperanzados de los jóvenes graduados…he visto a nuestro científicos ayudar a un hombre paralizado a recuperar su sentido del tacto…he visto a nuestros médicos y voluntarios reconstruir después de terremotos y detener pandemias«.

 

El presiente Barack Obama expresó en su emotivo discurso, como hombre de fe, el «poder de los estadounidenses ordinarios para lograr el cambio – esa fe se ha visto recompensada de formas que probablemente no podría haber imaginado«.

 

Al marcharse de la Casa Blanca con el aliento inequívoco de haber dirigido los sagrados destinos de un país, como los Estados Unidos, lleno de grandezas y de glorias, dijo confiado: .«sé que nuestra labor no solo ha ayudado a tantos estadounidense, ha inspirado a tantos estadounidenses –especialmente a tantos jóvenes – a creer que pueden marcar la diferencia, a unirse a algo más grande que ustedes mismos«.

 

No obstante a sus grandes aciertos, hubo planteamientos que tuvo el presidente Obama en el sentido de las realizaciones, pero no todos pudieron ser logrados, a pesar de sus afanes por alcanzar esos objetivos sociales. Este discurso de despedida del presidente me lo imagino que habrá surgió del corazón febril de un abolicionista, como Abraham Lincoln y custodiado por la firmeza de un adalid de la lucha moralizadora, cuya espada bravía se irguió en Selma, Alabama contra el segregacionismo irreverente y cruel;

 

En tiempos en los cuales el sentimiento de fraternidad parece que se evapora entre los seres humanos y entre las naciones, como desfallecen los caudales de los ríos sobre la faz de la Tierra, el presidente Obama, finalmente nos invita con pasión a cultivar la solidaridad, toda vez a que, según el mandatario: «La democracia requiere un sentimiento básico de solidaridad, la idea de que más allá de nuestras diferencias estamos en esto juntos. Crecemos o nos hundimos juntos».

JPM/of-am

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