Una reflexión decembrina
Esta mañana, al deslizarme en mi auto por la Avenida Anacaona, siento que avanzo como ave en vuelo sereno. El aire parece más liviano, el asfalto, por un instante, parece un río de calma, y me pregunto si acaso la vida no podría ser siempre así: despejada, sin tropiezos, sin el rugido de la prisa, sin la ansiedad que nos empuja a querer volar por encima de los otros, sin la rapidez que nos devora.
Pero pronto descubro la razón: las vacaciones escolares han vaciado la vía, y con ellas se ha retirado también el hervor cotidiano. Y entonces comprendo que la paz que respiro es apenas un préstamo del calendario. Los conductores, menos urgidos, parecen respirar una paz que rara vez se concede en los días comunes, cuando los autos se precipitan unos sobre otros, como si quisieran volar por encima de los cuerpos metálicos que los preceden.
Me descubro deseando que esta serenidad fuese eterna. Y con cierto egoísmo me pregunto: ¿qué sentido tiene que los niños vayan a la escuela precisamente en la hora en que mi jornada comienza, convirtiendo mi trayecto en un ejercicio de paciencia y estrés? ¿Por qué su aprendizaje se convierte en mi tormento?
La respuesta se dibuja sola: van a educarse, que es decir, a enriquecerse. Primero en saber, luego —quizás— en fortuna. Aunque sospecho que pocos niños, en sus primeros años, acuden por voluntad propia. Más bien son llevados, como barcos remolcados, por la firme decisión de sus padres, quienes perseveran en el empeño sin consultar la voz aún tímida de sus hijos.
. Recuerdo que en otras tierras se dice que los chicos disfrutan ir a la escuela, siempre y cuando no tengan que estudiar. Y pienso que aquí sucede igual: la ilusión dura mientras el esfuerzo no se impone
Lo que más me sorprende es la crisis de autoridad que hoy se respira en las aulas. Los muchachos entran como si la escuela fuese prolongación del hogar: con cachucha que no se quitan ni ante el pizarrón, con voces que se elevan como si el aula fuese plaza, con gestos que interrumpen la clase, mascando chicle como si fuera parte del uniforme.
Por esas razones renuncié a la enseñanza. Soy, lo confieso, hombre de otra época. Y sigo creyendo, como José Ramón Ayllón y Mercedes Ruiz Paz, que “el chico ha de saber que al colegio se va a aprender, que solo se aprende con esfuerzo, que ese esfuerzo merece la pena y es gratificante, y que no debe confundir el ámbito familiar con el escolar”.
Así, mientras la avenida se abre como un espejo de diciembre, pienso que la verdadera educación no está en la comodidad ni en la prisa, sino en el esfuerzo que ennoblece, en la disciplina que da forma al espíritu, en la claridad que se conquista como se conquista la paz de esta mañana: fugaz, pero luminosa.
jpm-am

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