¿Justicia o puerta giratoria?
Por YANET GIRON
La seguridad ciudadana no se mide por la cantidad de arrestos, sino por la efectividad de las condenas. Hoy, el sistema judicial parece una «puerta giratoria» que devuelve criminales a las calles con una rapidez alarmante.
Esta falla sistémica ignora la peligrosidad del reincidente, priorizando tecnicismos legales por encima de la integridad del ciudadano honesto.
Esta realidad ha destruido la confianza en las instituciones. Las personas viven con la certeza de que el delincuente que lo asaltó hoy, estará libre mañana tras pagar una fianza irrisoria. Se siente una desprotección crónica que rompe el contrato social; cuando el Estado no garantiza justicia, la ciudadanía queda huérfana y sumida en un miedo constante.
Ante este vacío de autoridad, surge un peligro mayor: la tentación de la justicia por mano propia. Al ver que los criminales entran y salen de las cárceles con total impunidad, el pueblo desespera. Es la respuesta natural, aunque peligrosa, de una sociedad que ya no cree que sus leyes la protejan de los depredadores urbanos de manera efectiva.

La reincidencia es la prueba del fracaso judicial. Resulta incomprensible que individuos con historiales delictivos extensos obtengan beneficios procesales con facilidad pasmosa. Esta flexibilidad no es justicia, es una complicidad institucional que envía un mensaje claro al delincuente: en este país, violar la ley sale barato y el castigo es meramente irrisorio.
Revisión
El tratamiento hacia la delincuencia juvenil también requiere una revisión urgente. Bajo el escudo de la minoría de edad, se cometen actos atroces con sanciones simbólicas que no rehabilitan. La ley, en su intento de proteger al menor, termina desprotegiendo a la sociedad que sufre crímenes que quedan prácticamente impunes ante la mirada de todos.
Mientras el agresor goza de beneficios, la víctima vive bajo el yugo de las secuelas. Es profundamente injusto que el esfuerzo de toda una vida sea arrebatado por quien hizo del robo su oficio. La prioridad del Estado debe ser, sin matices, proteger a quien construye con su sudor y no a quien destruye la convivencia pacífica por elección propia.
Existe una paradoja en la vida del criminal que busca el camino «fácil».
A pesar de sus robos, suelen terminar demacrados y estancados en la miseria. El delito no construye futuro ni bienestar; solo degrada la dignidad del individuo y lo condena a una decadencia que, lamentablemente, arrastra a víctimas inocentes en su paso destructivo.
La responsabilidad también recae en el entorno familiar que encubre y en el ciudadano que compra objetos robados. Quien esconde a un criminal o adquiere lo ajeno sabiendo su origen, es un cómplice directo de la violencia. Sin un mercado que consuma lo hurtado, el incentivo para el asalto disminuiría drásticamente por falta de beneficio económico.
Es urgente reformar las leyes para que la reincidencia signifique severidad absoluta. La cárcel debe ser un lugar de sanción real y no una breve pausa entre delitos. Necesitamos jueces que miren la realidad de nuestras calles y legisladores que prioricen la seguridad pública sobre los garantismos que solo favorecen al infractor sistemático y violento.
Solo cerrando la puerta giratoria recuperaremos la paz. La firmeza es necesaria para evitar que la ciudadanía, cansada de esperar, decida actuar por su cuenta. Es hora de que el castigo sea, finalmente, proporcional al daño causado y que la ley vuelva a ser el escudo de la gente de bien y no el refugio de los malhechores.
jpm-am

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