COP30: la urgencia de romper con la política de promesas vacías
POR EMELYN HERASME
La COP30, realizada entre la selva amazónica y las calles de Belém, destacó por ser la primera celebrada en el corazón de la Amazonía, simbolizando una confrontación entre promesas globales y realidades locales. Lo más llamativo no fue la sala de negociaciones repleta de ministros, sino la multitud que ocupó la ciudad, con indígenas, activistas y artistas desfilando junto a una enorme cobra simbólica y presentaciones callejeras que exigían acciones y justicia climática.
Esta COP fue particularmente singular porque tuvo lugar en un contexto inédito, ya que fue la primera posterior al año en que, según observatorios internacionales, el planeta superó de forma sostenida el umbral de 1,5 °C respecto a la era preindustrial, convirtiendo la emergencia climática en condición presente y no en una proyección. Ese dato cambió el sentido político de la negociación y elevó la exigencia por financiamiento inmediato y creíble.
Al mismo tiempo, se desarrolló en medio de las tensiones geopolíticas reactivadas por las políticas comerciales del gobierno de Donald Trump, cuyas tarifas globales impactaron los debates sobre comercio internacional, transición energética y cumplimiento de acuerdos ambientales.
La COP30 evidenció que ampliar montos es necesario pero insuficiente, sin mecanismos de entrega previsibles, transparencia efectiva y participación social, los recursos prometidos no se traducirán en reducción real de vulnerabilidades. Esta brecha es extremadamente letal para países con poca capacidad fiscal y fronteras costeras frágiles.

El término de “financiación climática” encierra no sólo una función técnica, es también una responsabilidad política y moral. Asignar recursos implica reparar daños, compensar desigualdades históricas y sostener transiciones justas. Esta doble dimensión convierte el tema en algo más que un ejercicio contable, pues muestra disputas de poder, prioridades divergentes y la necesidad de equilibrar justicia, capacidad financiera y urgencia ambiental.
La arquitectura financiera del clima ha ido acumulando instrumentos y promesas, el objetivo de 100.000 millones fijado en Copenhague (2009), la creación del Green Climate Fund y las sucesivas revisiones de las metas. Pese a estas instituciones, la movilización efectiva fue fragmentada y muchas veces condicionada a lógicas de cofinanciación que diluyen la adicionalidad del gasto climático.
En términos agregados, la distribución global de flujos muestra un desequilibrio que preocupa porque los datos recientes estiman que la financiación para adaptación en países en desarrollo ronda decenas de miles de millones, frente a más de un billón anual para mitigación, una relación aproximada de 1 a 10, cuando la necesidad de adaptación en el Sur se calcula mucho mayor.
El Green Climate Fund y otros mecanismos multilaterales han intentado corregir esta disparidad, comprometiéndose a equilibrar mitigación y adaptación en sus carteras, y a priorizar a países más vulnerables. Sin embargo, los instrumentos financieros siguen mezclando préstamos y subvenciones, lo que implica riesgos fiscales para receptores con limitado espacio presupuestario.
En Belém hubo avances concretos, la COP30 impulsó una agenda para triplicar la financiación de adaptación en la próxima década y lanzó hojas de ruta para fortalecer capacidades técnicas. Pero esas declaraciones incluyen ambigüedades sobre plazos, fuentes públicas versus privadas y condiciones de acceso, lo que deja abiertas las puertas a interpretaciones que pueden no traducirse en desembolsos operativos.
Un argumento recurrente sostiene que sin la movilización masiva de capital privado no será posible alcanzar los volúmenes requeridos; es técnicamente cierto. Sin embargo, la dependencia acrítica del sector privado sin reglas claras de adicionalidad y equidad reproduce desigualdades,partes del flujo pueden contabilizarse como “climático” sin mejorar la resiliencia local. La política pública debe combinar apalancamiento financiero con garantías de justicia.
En el caso de la República Dominicana, incluida en la categoría funcional de Pequeños Estados Insulares en Desarrollo (PEID), estas discusiones son existenciales. La exposición a huracanes, fuerte dependencia del turismo, restricciones fiscales y líneas costeras degradadas convierte la adaptación en una condición mínima de supervivencia. El país necesita recursos concesionales y no únicamente préstamos sujetos a la lógica del mercado.
La experiencia regional muestra fallas recurrentes en implementación de la financiación climática, porque muchos proyectos, aunque aparecen bien financiados en papel, fracasan por la falta de co-diseño con las comunidades, la limitada capacidad administrativa y la ausencia de auditoría social. La falta de control comunitario y de rendición pública debilita la confianza y reduce de forma significativa el impacto real de los fondos.
Algunos temen que condiciones estrictas ahuyenten
Para RD y otros PEID, la principal lección de Belém debe ser una agenda práctica que priorice transparencia verificable, financiamiento concesional para adaptación y espacios de control social con poder real. Con esto será posible transformar las promesas de la COP30 en capacidades concretas. El desafío consiste en desplazar el debate del relato simbólico hacia la ingeniería democrática que financie una verdadera democracia climática.
jpm-am

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