Dos "medios pollos”

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En Santo Domingo, subir a bordo en un avión de Iberia, dejando atrás una temperatura de 28º Celsius, aterrizar en Barajas -Madrid, España-, y que los aires del aeropuerto, a unos 5º C, te saluden el rostro, resulta una experiencia inolvidable y poco agradable. Llegamos a Madrid y en vista de que el frío penetraba hasta los huesos e igualmente me congelaba los sesos, en el primer bar que encontramos en nuestro camino, entramos para tomarnos dos medio pollo y lograr calentarnos un poco. En cuestión de segundos, mesa puesta para dos comensales. Aquello me sorprendía, no conocía las costumbres de la muy añeja cultura madrileña, mucho menos la de sus bares y tascas. Sin pérdida de tiempo, la camarera nos informaba: «pueden acercarse a la mesa». Vaya sorpresa que nos llevamos al ver aquello. Inimaginable. Allí, doraditos, en sendos platones, adornados con papas (patatas) fritas, dos medios pollos, uno para cada uno. Repuestos de la sorpresa, explicamos lo que queríamos. Todos los que estaban en el bar rieron a mandíbulas batientes, también nosotros. Terminadas las carcajadas, degustamos los cafés con un poquito de leche, ricos y calentitos. A partir de aquel tropiezo, aprendimos a pedir «dos cortaos» y dejamos de ser puros paletos. Conforme a la Real Academia de la Lengua, llámese «paleto» a la persona ordinaria e ignorante, proveniente de pueblos o pequeñas ciudades. A poco y ¿nos retratan? No, simple cuestión de idiomas y costumbres. Que nada tiene que ver la Madre Patria con una de sus Hijas Repúblicas, y ahí está uno de tantos ejemplos. Viajando hacia España,(abril, 1974), en aquel vuelo que parecía interminable, donde previa planificación familiar fijaríamos residencia y lo triste que me resultaba alejarme de los míos, recordé a los tantos dominicanos que eran desterrados a otros países, gustárales o no, y vivir con los sinsabores que acarrea una inhumana deportación. Creí que en Madrid encontraría el ambiente de libertad con el que tantas veces había soñado. Dejaba atrás los miedos aprendidos en la dictadura de Rafael Leónidas y encontraba a un Francisco Franco, en los estertores de su gobierno dictatorial, período en el que la incipiente democracia española atravesaba también por un estado de medio-pollo. Refiriéndome a «El Caudillo» -su pomposo título-, aunque no tan perverso como Trujillo, su política no distaba mucho a la del jeque caribeño. Con sus maquinaciones, entre otras barbaridades, sembró el pavor en muchas familias españolas. Escuché de Victoria Eugenia, mi madre política-jamás fue mi suegra- que había perdido a su hermano Paquito, en la que ella se refería como «la guerra nuestra» (1936-1938). No bastaron los años, para que concluido ese período histórico, a pesar de su avanzada edad, era incapaz de relatarnos algunos de esos episodios sin bajar el tono de su voz, muchas veces volviéndose un murmullo, apenas entendible. Temía las posibles consecuencias si algún vecino pudiera escucharla. Aún en la década de los 70, la desconfianza barrial estaba latente. Mi madre española vivió «la guerra nuestra» y como tal, muchos horrores de la misma. Entristecida, alguna vez narró, cómo y de manera obligatoria, los empleados del estado eran llevados a presenciar las ejecuciones de los desafectos al Caudillo. Mucho en común exhibían los Generalísimos Franco y Trujillo. Retomando los medios pollos, ¿los olvidamos? ¡No! Terminaron en una funda para nuestro almuerzo. Luego de contar nuestra paletada, entre risas y algarabía, alegremente los saboreamos. Para concluir, unas hermosas y jugosas fresas, cubiertas de nata, hicieron las delicias del postre; los calientes cortaos cerraron con broche de oro una agradable comida familiar, que me resultó un espacio del tiempo digno de conservar entre los buenos recuerdos. Para no perder la costumbre ante una buena vivencia, ¡ole, ole y olé!

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