Un número a ojo de buen cubero
Prácticamente todos los fenómenos para el individuo y en la sociedad son complejos. Complejos en el sentido de que interviene más de una variable. Pongamos un ejemplo simple: el bienestar (satisfacción, utilidad son, en este contexto, términos equivalentes). Si tengo dinero pero no tiempo, no estoy tan bien. Al revés, si tengo tiempo pero no dinero, tampoco. La felicidad nunca es completa. Por eso dice el dicho: “salud, dinero y amor”, y en ese orden, añado yo. El bienestar depende de más de una variable, de más de un orden de cosas.
Siendo complejo el fenómeno, también lo es dimensionarlo. ¿Qué tanta felicidad me proporciona una cierta combinación particular de dinero y tiempo? ¿Estoy dispuesto a sacrificar algo de dinero por un poco más de tiempo? Para complicar las cosas, hay variables importantes y decisivas que no son tangibles ni homogéneas. Por ejemplo, cuando decimos dinero podemos ponernos de acuerdo más o menos rápidamente: qué compran mil pesos. Cinco mil es cinco veces mil. Un carro implica cinco años de trabajo, y un apartamento veinticinco, etc.
Sin embargo, cuando llegamos a un elemento como el “tiempo”, ¿qué significa tener tiempo? ¿Tiempo de espera ansiosa en una fila larga o tiempo de placidez frente a un paisaje campestre? Ambos son tiempo, pero no tiempos iguales. Sin embargo, no por la dificultad el elemento es menos importante. Decir felicidad –otro ejemplo- parecería una cursilería. Sin embargo, como sabiamente observan los budistas, todos andamos en busca de la felicidad, Sólo que la felicidad distintamente concebida.
La economía se dio cuenta temprano de esta situación. La solución inmediata al nivel del análisis era reducir el mundo a una sola coordenada: sólo se produce trigo, se consume trigo y se invierte trigo. No hay nada más. Obvio que la realidad de los mercados es de numerosísimas mercancías, pero pretender mencionarlas a todas es imposible. Además de fútil, el esfuerzo es contraproducente, sólo oscurece el análisis. En un mundo de sólo trigo, la inversión referida al PIB es una proporción absoluta, no hay referencia a medidas técnicas (libras, kilos, yardas, horas, etc.)
Las conclusiones son claras, aunque sólo sobre un mundo reducido, lineal, cuadrado. Hay que hacer otra decisión: claridad siempre implica simplicidad. A la inversa, complejidad implica dificultad. Cuál es la combinación adecuada es siempre un problema en sí mismo.
Todos tenemos una idea bastante bien perfilada de lo que es riqueza, y su antípoda la pobreza. Abundancia material en un extremo, escasez y precariedad en el otro. La riqueza, como la pobreza, es multivariable, no solamente en cuanto trata de la abundancia de distintos tipos de bienes: alimentos, vestido, transporte; sino de categorías distintas: educación, cultura, civismo… Difícil las comparaciones, pero estamos obligados a ellas. Utilizamos, entonces, el ingreso como la variable que sintetiza el nivel de bienestar de un individuo o una colectividad. Si el ingreso es más elevado, en sentido general mejor estará ese individuo o colectividad. Sabemos que no es del todo cierto, hay contradicciones en la medida, hay elementos y situaciones no incluidos, hay fallos y sesgos en la captura de la información, pero es todo lo que podemos hacer humanamente. Y hay que hacerlo. Todavía no tenemos una aproximación alternativa al nivel de vida (o bienestar, o confort, o utilidad) a la que proporciona el ingreso (o el PIB).
Tengamos en cuenta ahora lo siguiente: la riqueza tiende al espacio y los bienes privados, la pobreza al espacio y los bienes públicos. En la medida en que nos vamos haciendo más ricos propendemos a distanciarnos de lo público: de la escuela pública, del hospital, de los parques, porque tenemos alternativas propias y exclusivas. Extravagancias en este orden hay por montones, como museos, colecciones o zoológicos para una sola persona.
A la inversa, cuando la persona (y el país) se va hundiendo en la pobreza propende a utilizar el espacio público como lugar de trabajo y hábitat. Ventorrillos, puestos de fruta, tarantines, triciclos, talleres…, la lista es larga. Quien no tiene para comprar o alquilar un taller, usa la calle como lugar de trabajo. Quien no tiene donde dormir, usa el parque. Quien no tiene baño… La pobreza en cuanto escasez y precariedad al principio se padece en el ámbito privado, hasta por un asunto de vergüenza social. Cuando se profundiza salta inevitablemente al medio público. De hecho, la informalidad es un indicador del grado de desarrollo de un país.
Añadamos un segundo elemento: los bienes como los servicios públicos -tampoco los subsidios directos- no caen del cielo, hay que construirlos mediante el sistema de impuestos. Una calle como un bien público, la educación pública, como un servicio, y el bono gas, como subsidio directo, ninguno es un regalo divino. Todos, como bienes económicos, tienen un costo que hay que sufragar si se quiere tenerlos. Otro punto: todo individuo en sociedad inevitablemente recibe un beneficio por la disponibilidad de bienes (y servicios y subsidios directos) públicos, aunque sólo sea el transitar por las calles. Por lo que dijimos antes, los ricos recibirán menor utilidad por este concepto, proporcionalmente, puesto que propenden al espacio privado. Pero no es sólo recibir beneficios de los bienes públicos, hay que pagar impuestos. Hay quienes pagan muchos impuestos (directos, indirectos, no importa), y quienes pagan muy poco, o nada. Ese no es el tema en este momento.
El asunto es que hay quienes reciben un valor en bienes públicos superior a los impuestos que pagan: son los subsidiados netos. Y quienes se encuentran en la posición inversa: pagan en impuestos un valor superior al valor recibido en bienes públicos. Son los contribuyentes netos. No perdamos de vista que a nivel global, para la sociedad en su conjunto, no hay ni contribuyentes netos ni subsidiados netos por cuanto el valor de los bienes públicos se tiene que restringir a los impuestos cobrados. Sólo podemos distribuir lo que conseguimos, ni más ni menos.
De aquí, lo obvio, tan difícil de entender para los populistas, tanto políticos como economistas: sólo se puede aumentar el valor de los subsidios (del tipo que sea) si se aumenta el valor de las aportaciones netas. No se puede repartir lo que no se tiene. Si se quiere aumentar el subsidio individual o el número de personas subsidiadas, es indispensable que aumente las aportaciones individuales (de los contribuyentes netos, por supuesto) o el número de contribuyentes netos.
Esto no es un juicio de valor, es pura contabilidad. Economía es establecer que el lado dominante es el de los contribuyentes netos. Esto es decir, que primero se determina el valor disponible del subsidio, y luego –y sólo luego- se reparte. No importa que haya mucha hambre o necesidad entre el pueblo, si el subsidio disponible son diez pesos, sólo diez pesos serán repartidos. En ningún sentido tiene el gobierno la gracia de multiplicar los panes y los peces.
Poniendo lo anterior en el trasluz de la “política migratoria” dominicana, que no es otra cosa que la frontera abierta, la política de que entre todo extranjero que se le pegue en gana, particularmente los haitianos, ¿qué efecto puede tener añadir otros cien pobres a los cien que ya tenemos cuando lo que hay disponible para repartir son 100 pesos? Obviamente, reducir el subsidio actual a la mitad de lo que era anteriormente. En otros términos, aumentar aún más la pobreza generalizada.
Un último tema, no menos importante. Hasta aquí nos hemos manejado –impuestos y subsidios, ingreso (PIB)- entre variables monetarias. Se cobran unos impuestos, que se distribuyen como financiamiento para la formación de capital social (gasto en inversión), provisión de servicios públicos (salud, educación públicas) y subsidios directos (bono luz, gas, etc.) Variables explícitas fácilmente verificables y auditables. Sin embargo, el fenómeno de la pobreza y la indigencia no se detiene aquí. Como dijimos antes, cuando la pobreza se desborda, inunda el espacio público obligándolo a un propósito que no es el que le da origen. Un parque es para el esparcimiento de los ciudadanos, no campamento de refugiados. Las calles son para el tránsito y el solaz de los transeúntes, no letrina para los sin hogar. Y así por el estilo. Los países desarrollados tienen recursos para sacar a sus locos, enfermos y desahuciados de las calles y llevarlos a tratamiento.
Los países subdesarrollados no tienen esa capacidad. Lo que es más vergonzoso, los países desarrollados obligan a que la indigencia de los subdesarrollados se recicle entre ellos con tal de que no llegue a su espacio público. Tienen todo el poder y los recursos económicos para hacerlo. Por supuesto, la destrucción del espacio público tiene un impacto terrible sobre el nivel de utilidad social: ¿es lo mismo una calle limpia y despejada que otra llena de desperdicios y mendigos? ¿Es lo mismo un parque lleno de jardines que convertido en un arrabal de indigentes ilegales? ¿Es lo mismo una acera ancha y recién barrida que otra llena de heces fecales? ¿Es lo mismo? ¿Son así las calles en Times Square, les Champs Elysées, en Ottawa? ¿Por qué, entonces, obligar a que sean así en Santo Domingo? ¿Cuál es el costo de recuperar los espacios públicos en este país? ¿De recuperar el bosque? ¿Cuál es el costo de remediar el daño al espacio público causado por la indigencia ilegal?
En general, ¿cuál es el costo total –uso del capital social, servicios públicos, subsidios directos y destrucción del espacio público- de la migración ilegal? ¿Por qué los “organismos multilaterales”, llenos de apellidos sorprendentes, siempre con metodologías “modernísimas” para medir todo, no le ponen un número a esto? Un número así, rápido, al tronar los dedos. Un número a ojo de buen cubero. ¿Qué, 5% del PIB?
JPM

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