Un abrazo histórico en las guerras carlistas

Las guerras entre naciones o grupos de un mismo país siempre han tenido diferentes motivos. Largo y cansón sería mencionar aquí sus causales.

Cada sector en contienda se cree poseedor de la razón. Por eso se ha convertido en un signo distintivo, con carácter de axioma, que la primera víctima de cualquier conflicto es la verdad.

El autor de Cándido, el formidable cuento filosófico que regaló a la humanidad Voltaire (que también era un gran sátiro a nivel mordaz acerca de muchas cosas que ocurren entre los seres humanos), ironizó en un ensayo referente al origen de toda guerra, centrándose en las que se produjeron en el siglo XVIII, pero con validez para cualquier época.

En la curva final del texto aludido dice el historiador, abogado, escritor y gran filósofo francés que las multitudes se encarnizan unas contra otras sin tener interés alguno en la guerra y sin saber el por qué de la lucha.

Remata el tema así: “Lo maravilloso de esta empresa infernal es que cada jefe de los asesinos hace bendecir sus banderas e invoca a Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo…”

Esas reflexiones de Francois Marie Arquet, el nombre real de Voltaire, pueden aplicarse, al menos en algunos aspectos, al analizar las sangrientas guerras carlistas que se libraron en España en el siglo XIX.

Unos consideran que el motivo de las guerras carlistas era asegurar el trono de la otrora poderosa potencia ibérica. Otros se lo atribuyen a visiones políticas diferentes entre sectores que pujaban por la supremacía de las principales actividades públicas del pueblo español.

Como se puede deducir de dichas opiniones las fronteras interpretativas en cada caso eran más finas que el hilo de agua que queda en el belfo de un cuadrúpedo cuando bebe dicho líquido de paso por un río.

Esos sangrientos enfrentamientos fueron agrupados en tres guerras. En su ensayo titulado Las guerras carlistas los investigadores Alicia Morales Martínez y Álvaro Muñoz Sanz relatan, para la mejor comprensión de esa etapa violenta de España, lo siguiente:

“Durante el reinado de Isabel II se produce la implantación del liberalismo en España, el cambio de la monarquía absoluta a la monarquía constitucional y del Antiguo Régimen al capitalismo. Es un período complejo, que se inicia con una guerra civil y marcado por frecuentes pronunciamientos militares.”

Las partes enfrentadas (con sus respectivos apoyos dentro y fuera de España) eran los conservadores, a quienes también se les conocía como los facciosos, realistas, carlistas, absolutistas, tradicionalistas y católicos monárquicos, cuyo lema era “Dios, Patria y el Rey”;  y los liberales, también llamados isabelinos, cristinos, amadeístas y republicanos.

Los conservadores tenían el apoyo militar de los imperios ruso, prusiano y austríaco, así como la inclinación a su favor del alto clero español, dentro y fuera del púlpito.

Eran partidarios  del infante Carlos María Isidro de Borbón, un personaje que nació rodeado del boato imperial en el palacio de Aranjuez. Era hermano de Fernando VII.

Los liberales apoyaban a la reina Isabel II, también conocida como “la de los tristes destinos”.  Fueron reforzados en su lucha por el Reino Unido, Portugal y Francia, potencias bélicas y económicas que metieron baza en esos combates internos de los españoles.

Casi todos los que han analizado esa etapa de la historia española coinciden en que la primera guerra carlista (1833-1839) comenzó con la muerte del rey Fernando VII, que era el papá de Isabel II.

Dicha muerte precipitó la revolución liberal, cuyos hechos concretos se centraron en los referidos dos grupos en conflicto, vale decir los que defendían el derecho de reinar de Isabel de Borbón, que eran los liberales, y los que consideraban que el trono le correspondía al infante Carlos María Isidro, que eran los conservadores en sus diversas escalas.

El día primero de octubre del referido 1833 el citado infante, desde la ciudad portuguesa de Abrantes, donde se encontraba exiliado, lanzó un manifiesto proclamándose jefe del trono español con el nombre de Carlos V.

Esa decisión fue el germen para que comenzaran las guerras carlistas cuando a los cinco días siguientes, desde su cuartel de La Rioja, en el norte de España, el general navarro Santos Ladrón de Cegama le ofreció su apoyo. A  los pocos días los isabelinos lo ametrallaron, causándole la muerte.

Todos los que preceden en la investigación de esos conflictos coinciden en afirmar que los contendientes carecían de piedad, pues los que caían como prisioneros en el lado contrario eran fusilados sin miramientos y sin ni siquiera poder expresar su derecho a la vida.

Hay un clamoroso ejemplo de lo anterior, que puede ser trasladado a múltiples situaciones de esos años infernales que padeció España.

Es el caso del joven general isabelino Cristóbal Manuel de Villena, más conocido como el conde de Viamanuel, quien fue apresado por los hombres de su amigo el general carlista Tomás de Zumalacárregui, que hizo todo lo posible por salvarlo, pero no pudo vencer la determinación de Carlos María Isidro de Borbón. Fue fusilado a sus 34 años.

Esa decisión extrema provocó gran disgusto al que tuvo que ejecutar la orden, el referido Zumalacárregui: “Dicen que el general carlista se alejó galopando a caballo para no escuchar los disparos que mataron al general cristino”. (Las anécdotas de la política.P.178.Editorial Planeta,1999. Luis Carandell).

La primera guerra carlista finalizó con el convenio de Vergara, así llamado porque en un descampado de ese pueblo de Guipúzcoa, en el País Vasco, las tropas en conflicto pusieron “sus armas en pabellones” como máxima expresión de que la paz había llegado.

La firma de ese acuerdo entre las partes beligerantes se hizo en la ciudad de Oñate, en el norte español, el 31 de agosto de 1839. Concluyó con el famoso abrazo que ese mismo día se dieron los dos más relevantes jefes militares de entonces.

Por un lado el general Baldomero Espartero, un castellano-manchego que era el más eficaz estratega militar de los isabelinos. Aunque no nació con parentela real llegó a ser, por efecto de su papel protagónico en las luchas armadas, príncipe, conde, duque y vizconde, y también presidente del consejo de ministros, regente del Reino de España, ministro de la guerra, entre otros elevados puestos del gobierno de ese país.

Por otro lado el general Rafael Maroto, nacido en el seno de la nobleza murciana, que era un eficaz y aguerrido carlista. Ya había participado en la guerra de independencia de España, en la cual fue herido. Luego de su recuperación lo enviaron a Sudamérica, donde las tropas del general José de San Martín lo capturaron en la célebre batalla de Chacabuco, una de las más importantes en la lucha independentista de Chile.

Es oportuno decir que el llamado abrazo de Vergara no sería la “última jabalina” lanzada en la discordia entre carlistas e isabelinos, pues tanto los sectores elevados de la iglesia católica como muchos oficiales partidarios del carlismo consideraron que lo que allí se produjo fue una traición.

Esa creencia llevó a los carlistas aglutinar fuerzas para emprender nuevas luchas armadas, que dieron origen a que se produjeran dos nuevas guerras, aunque de menor intensidad que la primera.

La segunda guerra carlista duró tres años (1846-1849), en la época del conde de Montemolín, pretendiente al trono español con el nombre de Carlos VI. Fue básicamente desarrollada en la región de Cataluña. Por los isabelinos ganadores estuvo al frente de las tropas el general Manuel Pavía y el comando general de los batallones carlistas lo tenía el general Ramón Cabrera.

La tercera guerra carlista comenzó en el 1872 y terminó en el 1876. El escenario bélico en esa ocasión fueron las provincias vascongadas, Navarra, una parte de Aragón, otra de Valencia y en una porción de Cataluña.

Lo que motivó ese último conflicto carlista fue que en el 1868 había sido destronada Isabel II y en su lugar se colocó como regente del Reino al general Francisco Serrano Domínguez, hasta que el 2 de enero de 1871 ascendió al trono Amadeo I de España, un piamontés nacido en Turín, descendiente de los Saboya, cuyo reinado fue de tan sólo dos años, pues abdicó sofocado por la gran inestabilidad política, económica y social que existía en la España de entonces.

En esa tercera guerra los principales jefes fueron otro Carlos María de Borbón por un lado y Amadeo I por la parte contraria.

Con gran despliegue de detalles el historiador español Antonio Pirala Criado analiza el tema de las guerras carlistas, especialmente en su Historia del Convenio de Vergara que insertó en la Enciclopedia moderna auspiciada por el editor Francisco de Paula Mellado.

Finalmente es importante señalar que las guerras carlistas ayudaron de manera indirecta a consolidar el proceso emancipador que décadas atrás habían hecho las antiguas colonias españolas en la América situada al sur del río Bravo. El debilitamiento que sufrió España con esos cruentos enfrentamientos eliminó cualquier intento imperial de volver a tener hegemonía en esta parte del mundo.

jpm-am

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