Trump: el Estado soy yo
La historia atribuye a Luis XIV (rey de Francia desde 1643 hasta su muerte en 1715) -el Rey Sol- la célebre sentencia “El Estado soy Yo” (L’État, c’est moi). No importa si la pronunció o no, la frase sobrevivió porque captura la esencia de un modelo político donde la voluntad del gobernante se confunde con la del Estado. Allí no hay contrapesos, ni frenos, ni límites: solo un poder que se mira a sí mismo como fuente de toda legalidad.
Esa sombra absolutista, que creíamos confinada a los libros de historia, vuelve a proyectarse en ciertos estilos contemporáneos de ejercer el poder. No porque existan monarcas, sino porque algunos líderes actúan como si su criterio personal bastará para definir la política, reinterpretar la ley o desautorizar a las instituciones. El absolutismo, en su versión moderna, no necesita coronas: le basta con la convicción de que el Estado es una extensión de la propia voluntad.
La Doctrina Monroe: de escudo defensivo a instrumento de hegemonía

En 1823, el presidente James Monroe proclamó ante el Congreso una doctrina que buscaba impedir la re-colonización europea en América. Era un mensaje de advertencia: el hemisferio occidental no debía ser campo de disputa entre imperios. Pero con el tiempo, aquella declaración se transformó en algo muy distinto. Bajo Theodore Roosevelt, la Doctrina Monroe mutó en la llamada “diplomacia del garrote”: intervención militar, imposición de gobiernos afines y la tutela política sobre países soberanos.
El lema “habla suavemente y lleva un gran garrote”. Sintetizaba una política exterior que, en nombre del orden, terminó sembrando inestabilidad. América Latina fue laboratorio de esa hegemonía: presidentes impuestos, dictaduras sostenidas, pueblos sometidos.”O porta bien o porta aviones”. Como toda presión excesiva, genera su propia respuesta: Cuba en 1959, República Dominicana en 1965, Nicaragua en 1980. La historia demostró que el garrote no estabiliza; incendia.
El retorno de un cadáver político
Hoy, ciertos gestos de la administración estadounidense evocan el intento de resucitar aquella doctrina que ya había sido enterrada por la historia. No se trata de un regreso formal —nadie lo anunciaría así— sino de una lógica: la idea de que el hemisferio es un tablero donde Washington puede mover piezas a voluntad: “Lo quiero todo a las buenas o a las malas”. Las señales han sido múltiples: presiones diplomáticas, despliegues militares en el Caribe, intentos de redefinir territorios o símbolos, decisiones unilaterales en política exterior y el uso intensivo de órdenes ejecutivas para sortear contrapesos internos.
Ese modo de gobernar —por decreto, por impulso, por confrontación— recuerda la lógica absolutista: el gobernante como fuente de verdad, la prensa como adversario, las instituciones como obstáculos y la crítica como traición; no es que el presidente diga “el Estado soy yo”. Es que actúa como si no necesitara al Estado para gobernar, como si la institucionalidad fuera un accesorio prescindible. El se siente que está por encima de la constitución.
Resulta casi poético —si no fuera trágico— que tres siglos después de que los juristas franceses intentan domesticar el absolutismo del Rey Sol mediante el droit public, tengamos que recordar que en una república moderna el poder no se hereda ni se improvisa por decreto; y es que, las democracias no se rompen de un día para otro. Se erosionan cuando el poder personal empieza a desplazar al poder institucional; cuando la voluntad del líder pretende sustituir a la ley; cuando la crítica se convierte en enemigo; cuando el Estado deja de ser un conjunto de reglas y se convierte en un reflejo del gobernante.
Los constitucionalistas de Filadelfia, que conocían bien los excesos de las coronas europeas, diseñaron un sistema de frenos y contrapesos precisamente para evitar que algún gobernante confunda la Casa Blanca con Versalles. Sin embargo, cada vez que un presidente pretende gobernar por impulso, desautoriza a la prensa como si fuera un bufón de corte o trata a los otros poderes como simples ornamentos, revive —con una ironía que la historia no merece— la vieja tentación monárquica que los padres fundadores creyeron haber enterrado para siempre.
Por eso, el paralelismo con Luis XIV no es un capricho retórico. Es una advertencia histórica.
El absolutismo no regresa con coronas, sino con discursos que desprecian los límites, con decisiones que ignoran los contrapesos, con líderes que confunden su voz con la voz del país; es que el Estado soy Yo.
jpm-am

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