Por los cafetines capitaleños
El tema que abordaré a continuación responde a que nunca he abjurado de las características del entorno en que crecí. Con este artículo quiero recordar a modo de homenaje a las prostitutas de aquellos tiempos.
Debo aclarar que nunca fui chulo ni nada que se le parezca. Es decir, no me centraré en la libido o lances sexuales con estas mujeres que en un tiempo despectivamente se les llamaba cueros; hoy trabajadoras sexuales, aunque algunos que todavía las menosprecian y estigmatizan simulan ser considerados.
No pretendo negar que muchos de los que crecimos en los barrios de la parte alta de la capital, sobre todo en Villa Francisca, alguna vez tuvimos relaciones sexuales con prostitutas. Algo normal en un jovencito cuando las hormonas reclaman de sexo.
Crecí y adquirí conciencia viviendo en la calle Las Honradas. El patio donde estaba mi humilde hogar (creo que todavía existe), era paralelo a la calle Ravelo a esquina Vicente Noble, exactamente donde estaba ubicado el bar “El bombillo rojo”. En su obra La fiesta del chivo, erróneamente, Mario Vargas Llosa, lo ubica en la calle Barahona.
Aparte de ciertas inquietudes musicales por línea materna (los De León), mi pasión fue estimulada con suficiencia precisamente en la zona donde vivía: Borojol. Prácticamente, la cabecera de mi cama estaba empotrada en una vellonera.
En las madrugadas, mientras dormía, disfrutaba de los aires musicales de los grandes boleristas; rancheras, guarachas y los intérpretes de tangos. Claro, oía lo rítmico de las ahora tecnificadas y aceleradas ejecuciones que en la actualidad llaman bachata. Para mí tiene su origen en Puerto Rico.
Desde muy pequeñín me le escapaba a Juana, mi madre, y curioseaba por la barra llamada “Guevo mocho”, localizada al frente del negocio precitado. También merodeaba por la emblemática barra llamada “La Carreta”, y otras; situadas en todo el trayecto de la avenida Vicente Noble hasta llegar al lupanar denominado “Montaña azul”, frente a las ruinas de Santa Bárbara, es decir, donde comienza la avenida Mella.
Me familiaricé con algunas de las prostitutas que frecuentaban estos establecimientos. Me tomaron cariño desde que era un mozalbete por mis cantadas, inquietud, y swing de bailador. Incluso, cuando cruzaba para ir a la escuela Costa Rica y más tarde a la Padre Billini de la calle Mercedes, algunas me obsequiaban con cinco o diez centavos.
Recuerdo que esas mujeres eran cariñosas; no decían “malas palabras”, a menos que no se pelearan entre ellas, y eran hasta más decentes que cualquier doncella de estos tiempos. Conocí a varios profesionales y gente de bien, hijos de estas sacrificadas y abusadas mujeres.
JPM

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Pura basura.