Política sin autonomía y consecuencia
Cuando los representantes del pueblo, como actores privilegiados de la política, se ven compelidos a decidir sobre los grandes temas que interesan a la sociedad y, como es natural, se suman al debate los sectores que tienen particular interés en los mismos, dependiendo de si el dirigente político se apartó o no de los intereses de sus electores para complacer a los grupos de presión, surge, entonces, la pregunta: ¿Dónde está la autonomía de la política”.
En su reconocida obra “Elementos de Teoría Política”, Giovanni Sartori, señala que el concepto de autonomía, en lo relativo a la política, no ha de entenderse en sentido absoluto, sino más bien en sentido relativo. Desde ese punto de vista, plantea cuatro tesis: “primero que la política sea distinta; segundo, que la política sea independiente, es decir, que siga sus propias leyes propias; tercero, que la política sea autosuficiente, es decir, que sea autárquica en el sentido de que se baste para explicarse a si misma; cuarto, que la política sea una causa primera, una causa que genera no solo la misma política, sino también, dada su supremacía, a todo el resto”.
Maquiavelo, a pesar de haber vivido casi quinientos años antes, fue más radical que Sartori en su concepto sobre la autonomía de la política, al plantear la política como distinta a la moral y la religión y sugerir que la política tiene sus leyes que deben ser aplicadas por el político.
Precisamente, con el término “politiques” se le llamó en el siglo XVI en Francia a los juristas, destacándose entre ellos Jean Bodin, que durante la guerra de los partidos religiosos en Europa, diferenciaron lo espiritual-eclesiástico de los mundano-político y se pusieron del lado del Estado para que como un ente neutral impusiera la paz.
Aunque el religioso, el comerciante y el político pertenezcan a la misma comunidad, actúan en ámbitos diferentes y persiguen objetivos distintos. El piadoso hombre de Dios debe procurar salvar su alma y las de los demás, el ambicioso hombre de negocios crear riqueza material y el hombre de Estado propender por el bien común y la felicidad de su pueblo, del que forman parte todos.
Sin embargo, cuando en un Estado de Partidos, sus líderes carecen de ideales, la lucha electoral convierte a los políticos, al momento de tomar las grandes decisiones, en lacayos de los intereses de quienes puedan perjudicarlos o contribuir con su triunfo en las elecciones.
Para Carl Schmitt la política se fundamenta en la oposición entre amigo-enemigo, sobre la base de que: “Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, étnica o de cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombre en amigos y enemigos”.
En el debate, pobremente argumentado, sobre el aborto, los amigos-enemigos fueron el Poder Ejecutivo y la mayoría de las congregaciones religiosas, encabezadas por la Iglesia Católica.
En cambio, al Poder Legislativo, por intentar quedar bien con las fuerzas antagónicas, le ha correspondido la sentencia apocalíptica que reza: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”.

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