Los dictadores no ríen
Son maestros del disimulo. Abominan de la disidencia, de los medios de comunicación que les sean adversos.
Creen que la verdad siempre les asiste. No admiten los errores del adversario. Son narcisistas. Cuando les contradicen se convierten en enemigos acérrimos de todo aquello que les disguste a su derredor.
Adormecen a los pueblos mediante la prédica de la igualdad, a los
cuales seducen con mentiras.
Se definen como mesías que llegan con la misión de salvar al prójimo.
Cuando se dirigen a las masas, el dedo índice les traiciona, apuntan a la multitud como si apuntaran con un fusil.
Convierten en sus aliados a las más pobres voluntades: aquellos eunucos del pensamiento, hiedras que se adhieren al poder en busca de trepar.
Se fascinan ante los monumentos que han de erigirle los enemigos del pueblo.
El poder les convierte en pequeños diocesillos, al cual se aferran como las plantas parásitas al árbol del cual se alimentan.
No piensan, sino en gobernar a sus antojos, no se nutren de la experiencia ajena, su omnipotencia se los impide.
La parálisis ciudadana es parte de la estrategia de un dictador, la falta de sensibilidad hacia los menesterosos, la creencia en una raza superior.
Autoritarios por excelencia, genios de la manipulación ciudadana, les infringen a los pueblos los mayores sacrificios.
Todo acto creativo les resulta adverso, toda manifestación de la individualidad la prohíben.
El asunto se trata de detalles, de mirar más allá del discurso de los que pretenden el gobierno, de asomarse al espejo de la historia para archivar en el resgistro del abuso y la miseria espiritual, tantos rostros que se repiten y tantos errores de los pueblos en caer en la misma trampa.
Un detalle indispensable: los dictadores no ríen, sus conciencias no se lo permiten. Se lamentan del amargo recuerdo de sus víctimas y sufren la inescrupulosa indiferencia de sus más fervientes allegados.
Así terminan, más solos que el silencio y más olvidados que sus esclavos.
JPM