Ley de causa y efecto en un voto
POR BLAS RAFAEL FERNANDEZ GOMEZ
Todos somos iguales ante la ley, reza una regla consagrada en todas las constituciones modernas y en la nuestra contenida en el artículo 39. Se expresa o manifiesta esta igualdad de manera inequívoca en el voto. Los votos no se miden ni se pesan, se cuentan y todos tienen el mismo valor.
Sin embargo, hay situaciones en la historia de la humanidad donde un voto pudo ser decisivo para determinar consecuencias futuras, aplicando la ley de causa y efecto que se basa en la idea de que toda acción provoca una reacción, consecuencia o resultado.
Llama especialmente la atención el caso de Joseph Fouché político francés nacido el 31 de mayo de 1759. Fungió como Ministro de Policía de la República, del Imperio y por último de la monarquía del rey Luis XVIII, descendiente de San Luis y hermano de Luis XVI. Fue Diputado, Senador, Diplomático, Duque de Otranto, Conde y perteneció a todos los partidos y tendencias de su época según soplaran los vientos.
Sin embargo, a la vuelta de Los Borbones a quien Fouché ayudó a llegar al poder propiciando la caída del emperador Napoleón Bonaparte y la restauración en 1815 de la monarquía en Francia simbolizada por la Flor de Liz le tocó a la puerta el ostracismo a este hombre singular, solo por un voto y dos palabras: La Mor (La muerte), pronunciadas con motivo del juicio y ejecución del Rey Luis XVI en la guillotina el 21 de enero de 1793 durante la Revolución Francesa que transcurrió de 1789 a 1799.
Resulta dramático y apasionante el relato que hace Estefan Zweig en su obra sobre este personaje: “Una cosa no ha aprendido este viejo Condottiere, este refinado psicólogo; una cosa que nadie podrá aprender: Luchar con espectros. Ha olvidado que por la corte vaga un fantasma del pasado, como una Erinia vindicadora: la Duquesa de Angulema, la hija de Luis XVI y María Antonieta, única de la familia que pudo escapar a la gran matanza. El rey Luis XVIII puede perdonar quizás a Fouché; al fin y al cabo, tiene que agradecerle a este Jacobino su trono; y una herencia así suaviza a veces, aun en las más altas esferas (La historia ha dado testimonio de ello), el dolor fraternal. Para él es también más fácil de perdonar, pues no ha presenciado en persona aquella época de horror. La Duquesa de Angulema, en cambio, la hija de Luis XVI y María Antonieta tiene en la sangre las visiones más espantosas de su niñez. Tiene reminiscencias inolvidables, sentimientos de odio que no se dejan apaciguar por nada. Ha sufrido demasiado en su propia carne, en su propia alma para perdonar a uno de aquellos jacobinos, de aquellos hombres del terror. Presenció de niña en el palacio de Saint-Cloud la noche horrible en que masas de Sans-Culottes asesinaron a los Ujieres y se presentaron con los zapatos chorreando sangre, ante su madre y su padre, luego, la noche en que, prensados los cuatro en el coche, padre, madre y hermanos. “Panadero, panadera y panaderitos, esperando en medio de una multitud que gritaba y se burlaba, la muerte a cada instante, mientras eran arrastrados, de vuelta a Paris, a las Tullerías. Presenció el 10 de agosto de 1792, el asalto de la plebe derribando a hachazos la puerta de los aposentos de su madre, colocando a su padre, entre burlas, el gorro rojo en la cabeza y una pica en el pecho. Ha sufrido los días espeluznantes en la prisión del Temple, los momentos espantosos en que subieron a la ventana, sobre la punta de una pica, la cabeza ensangrentada de su amiga maternal la duquesa de Lamballe, con el pelo suelto empapado en sangre”.
De mala gana, y solo porque lo necesitaba fue que Luis XVIII, accedió nombrar a Fouché como Ministro de Policía y cuando ya no era de valor lo despide, encargando para ello a Talleyrand, Ministro de Relaciones Exteriores quien a su estilo monta el escenario. El 14 de diciembre de 1815 se encuentran Talleyrand y Fouché en una recepción o ambiente festivo y comienza el primero a elogiar las tierras americanas con sus bellezas y paisajes naturales. De repente se interrumpe en su entusiasmo aparentemente casual y le dice dirigiéndose al segundo: “¿No le agradaría Duque de Otranto el cargo de embajador allí?”. Fouché palidece, calla y controla el encono por la habilidad y la astucia con que su rival, delante de todo el mundo, lo ha invitado claramente a abandonar el sillón ministerial; al poco tiempo se despide, va a su casa y escribe su dimisión.
A partir de ahí, solo se hablaba ya del carnicero de Lyon, de un señor Fouché, del regicida José Fouché que condenó al Rey. Y con la mayoría inmensa de 334 votos contra 32, se excluyó de toda amnistía y se decreta de por vida su destierro de Francia. Murió el 26 de diciembre de 1820 en Trieste, Austria.
Sin emitir cualquier otro juicio de valor, resulta objetivo y razonable colegir que este hombre fue un visionario y clarividente que ha traspasado épocas y etapas.
Pudo salir con una presea de laurel y olivo, pero, se dejó dominar por el Síndrome, por la “Musa del Poder”, por ese sentimiento, muy humano, de no saber hasta cuando.
jpm-am
SENCILLAMENTE EXCELENTE, PALANTE BLAS RAFAEL FERNANDEZ, ERES UN ORGULLO PARA TUS COETANEOS. FELICITACIONES HONROSAS.