La sociedad en comandita llamada «partidos políticos» (OPINION)

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El autor es abogado. Reside en Santo Domingo

POR RAMFIS RAFAEL PEÑA NINA
Hay comparaciones que iluminan más que mil discursos, y una de ellas es entender a los partidos políticos dominicanos como sociedades en comandita: pocos socios con poder absoluto, muchos “accionistas” sin voz real. Y aunque suene duro, esa metáfora describe con precisión quirúrgica cómo se ha administrado la democracia desde su instauración.
Los ciudadanos —la gran mayoría— aportan el 20% de las “acciones” reales: votos, legitimidad, esperanza, participación. Pero el 80% del control efectivo queda atrapado en manos de una minoría selecta, ese pequeño 10% que rodea al candidato presidencial: financistas, asesores de ocasión, amigos de apellido sonoro, figuras que no responden a una ideología, sino al olor del poder.
Lo curioso —y doloroso— es que ese grupo diminuto se repite en todos los gobiernos, sin importar colores ni consignas. No militan; se colocan. No representan; negocian. No vienen del pueblo; vienen del privilegio, de la élite que siempre cae de pie cuando el poder cambia de manos.
Esa minoría termina apropiándose del 80% o más de las posiciones gerenciales, de los ministerios, de las direcciones que definen el rumbo de un país entero. Y mientras tanto, la gente llana —honesta, competente, formada— queda relegada a la periferia, sin oportunidad de demostrar su capacidad ni su honorabilidad.
Es inevitable recordar a José Francisco Peña Gómez, probablemente uno de los currículums intelectuales y morales más sólidos que ha tenido la vida pública dominicana. Y aun así, fue, para muchos, usado como locomotora de arrastre mientras los vagones de lujo iban ocupados por los socios comanditarios de siempre, aquellos que nunca pisan el lodo, pero siempre llegan al Palacio.
El “grupo externo” —como suele llamarse— no es inocente. Es un híbrido de financistas usureros, popis con modales exquisitos pero manos largas, operadores que saben cómo exprimir el erario y desaparecer cuando la justicia toca la puerta. Y sobre todo, es un actor común en cada escándalo de corrupción que estremece nuestra historia reciente.
Lo más grave
Lo más grave no es que existan; es que el pueblo, con todo su poder potencial, ha aprendido a ver esta estructura como normal, como una especie de destino inevitable, como si la democracia fuera un teatro donde solo unos pocos pueden actuar y los demás están obligados a aplaudir.
La frase de Atahualpa Yupanqui resume bien esta tragedia: “Las penas y las vaquitas se van por la misma senda: las penas son de nosotros y las vaquitas son ajenas.” Eso ha sido nuestra política: el sacrificio lo pone el pueblo, el beneficio se lo llevan otros.
Y es legítimo preguntarse: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo aceptaremos que quienes nos gobiernan no se parecen a nosotros ni en piel, ni en origen social, ni en valores, ni en experiencia de vida? ¿Hasta cuándo resignarnos a una representación que excluye a la mayoría visible y favorece a la minoría invisible que mueve los hilos?
Hay un poder dormido en las masas, y la historia demuestra que cuando ese poder despierta, nada puede detenerlo. Cambiar esta normativa no es utopía: es cuestión de conciencia, unión y valentía. No se trata de destruir partidos, sino de hacerlos realmente democráticos, realmente abiertos, realmente nuestros.
Porque un país solo se transforma cuando la mayoría deja de ser espectadora y asume el rol que siempre le perteneció. Y cuando entendemos que la democracia no es una sociedad en comandita: es una obra colectiva donde cada persona tiene derecho a voz, voto y dignidad.
jpm-am
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