La Izquierda Cínica

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El autor es economista. Reside en Santo Domingo.

Si algo caracteriza a los economistas como grupo es el desacuerdo. De hecho, sobre el punto se ha desarrollado una versión jocosa de la Ley de Walras: “allí donde hubieren n economistas, habrá (n+1) opiniones diferentes.” Las diferencias son naturales y normales, es imprescindible que las haya. Sólo bajo la tiranía no hay diferencias de opinión. Se deben a distintos factores: temperamento, perspectiva, información, intereses. Diferencias de criterio sobre resultados específicos, sobre el funcionamiento de uno o más mercados. Sobre las fuerzas efectivas que inducen las acciones y el cambio. Diferentes opiniones sobre el funcionamiento general del sistema como  un todo. Del sistema capitalista, de libre empresa o libre mercado.

En lo más general, hay economistas (llamados neoclásicos, junto con varios de sus desprendimientos: monetaristas, ofertistas, racionalistas) que piensan y proponen que el sistema funciona en automático, es decir, se regula a sí mismo. Que por sí mismo alcanza una posición de bienestar social máximo, por lo que no requiere intervención del Estado (de ninguna entidad externa). La otra escuela -porque a este respecto sólo hay dos-, los keynesianos (y otros seguidores compatibles) plantea que el capitalismo tiene una tendencia inherente a la recesión por lo que de continuo el Estado –como ente económico externo y característico- tiene que impulsarlo hacia una posición de pleno empleo. No entraremos aquí en las causas de esta tendencia, como tampoco a explicar la flexibilidad y reactividad que suponen los neoclásicos puesto que de lo que se trata es de simplemente dibujar la diferencia.

Dos perspectivas, pues, bien perfiladas y contrarias. Los neoclásicos: el sistema por sí mismo y sorteando todas las dificultades, avanza hacia el equilibrio de pleno empleo. Los keynesianos: el sistema tiene una tendencia inherente a la recesión por lo que el Estado de continuo tiene que estar sacándolo del bache.

Ahora bien, un keynesiano “fiel” nunca propondrá una intervención más allá de la estrictamente necesaria para recuperar el pleno empleo. O la socialización de los medios productivos, que el mismo Keynes desaconsejó. O la eliminación de los incentivos económicos. O el control de los mercados. De su lado, el neoclásico más neoclásico siempre reconocerá “imperfecciones” en los mercados. La existencia de monopolios, el hecho de que la información es en sí misma un bien económico. Lo que es más, la inevitabilidad del Estado para la vida social: es quien aporta ley y orden, quien hace cumplir los contratos. De hecho, toman la impresión de la moneda como un monopolio natural.

Así las cosas, en los últimos doscientos años los economistas “ortodoxos” se han estado jalando los pelos sobre si el capitalismo funciona extraordinariamente bien, o no tan bien. Si funciona así aquí o allí. Y sobre cómo y por qué de los diferentes resultados. En menos palabras, aceptan –unos más, otros menos- que el sistema no es perfecto. Que tiene defectos, pero que puesto a andar en la práctica sus resultados son más o menos aceptables. Y que siempre pueden ser mejorados.

Frente a los “ortodoxos” aparecen los “heterodoxos” o, como no tenemos espacio para sutilezas (clásicos, neo-marxistas, estructuralistas, etc.) los marxistas. Los marxistas plantean que el capitalismo es un sistema de explotación, transitorio por cuanto no puede superar sus contradicciones internas. Eventualmente dará paso al socialismo. Y se regodean en los defectos del capitalismo que los mismos “ortodoxos” aceptan y reconocen.

Pero –y aquí está el principal elemento característico- hablan del socialismo como si el socialismo nunca hubiera sucedido. Como si el socialismo estuviera en el futuro. Como si el socialismo no hubiera fracasado estrepitosamente en la Unión Soviética, en la Europa del Este. En Cuba. Actualmente en Venezuela. Por no hablar de la Camboya de Pol Pot o de la China de Mao. En esto, por supuesto, hay un cinismo (tigueraje es un dominicanismo adecuado) de la peor calaña: para los marxistas, el socialismo siempre mantiene la virginidad de los libros de adoctrinamiento por cuanto rechazan de forma patológica la evidencia más elemental de su quiebra rotunda donde quiera que se ha puesto en práctica.

Insisto: los “ortodoxos” reconocen los defectos e imperfecciones del capitalismo, justamente por lo que buscan enmendarlo. Por su lado, ante la evidencia más concluyente e irrefutable del fracaso más rotundo y cruel del socialismo, lo que hacen los marxistas es decir… que eso no es socialismo. ¿Y entonces? ¿Qué sí lo es? Y aquí dan otra vuelta a los defectos pero del capitalismo.

Su argumentación es bastante simple: el socialismo fracasó porque fue una “desviación” del verdadero marxismo. Por la presión del imperialismo norteamericano. Por el bloqueo naval. Por la guerra armamentista. Pero nunca se les ocurre decir que fracasó por la misma razón por la que fracasan las empresas públicas en el capitalismo: falta de propósito, falta de incentivo, ineficiencia. Ausencia de nervio, de energía. No van de la unidad productiva (la empresa, en el capitalismo) al sistema productivo como un todo. No discuten la motivación de los agentes (todo es una idealización de los propósitos de la revolución: una religión), la transmisión de la información. La pérdida y distorsión en esta transmisión. Los objetivos de poder en cada nodo de la pirámide administrativa y gerencial. La función objetivo social, los mecanismos de corrección. Es decir, no hacen nada de lo que hacen los odiosos economistas “ortodoxos”. ¿El resultado final? El que todos conocemos: los marxistas son como aquel hombre que no se cansa de denunciar los fallos y defectos de otros hombres, por lo que estos tienen problemas en su matrimonio. Pero no se le ocurre decir que él mismo nunca ha tenido ni una novia.

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