Evocando el terruño entre copas y acordeón
A quien arrastra en el curso de la existencia un fardo de experiencias aleccionadoras, surgidas del vasto caudal de una familia afincada en el trabajo, las buenas costumbres y la prédica constante de la solidaridad y el apoyo mutuo, le resulta muy difícil hacer mutis de algún encuentro fortuito, de esos que la vida pone a nuestro alcance para reafirmar cada día la importancia de la amistad y el apego a las raíces sociales y culturales que llevamos dentro y nos mantienen atados, en forma indisoluble, al terruño de donde provenimos.
Y si a lo anterior le sumamos una cierta pizca del encanto matizado por unas copas y las embrujadoras notas de un buen merengue liniero, proveniente de un acordeón magníficamente ejecutado, entonces el asunto pasa a ser materia del realismo mágico, ese hechizo con aires de locura y fantasía descrito por los grandes literatos latinoamericanos y que solo puede ser comprendido cuando, como en nuestro caso, se conoce muy de cerca las vivencias del terruño, en el ámbito provinciano, tan saturado del folklore, las creencias y costumbres que ni siquiera la lejanía y los aires citadinos han podido arrancar de nuestro baúl de añoranzas.
Sumando afectos y reafirmando amistades acudimos a un acogedor lugar del Alto Manhattan, junto a una venerable pareja de compatriotas con los que comparto el amor por la lectura y una conversación franca, diáfana y sin medias verdades. Como debe ser.
Degustamos muy lentamente una taza de buen café y algo muy profundo nos impelía a extender la charla por nuevos e inexplorados senderos, reafirmando convicciones mutuas, valores cívicos y, como antes dije, de apego a lo nuestro, a nuestros orígenes e idiosincrasia.
A tono con ello, dimos paso, gustosamente, a unas copas de buen vino tinto y seco, que hubieron de poner el sazón a la conversación y de repente y casi sin darnos cuenta nos sumergimos de lleno en el tema del folklor, los ritmos vernáculos y la composición literaria; y, aunque no lo he dicho todavía, permítaseme aclarar que mi anfitrión es un connotado compositor de letras y muchas de sus creaciones engalanan el parnaso musical de renombradas figuras del merengue, la bachata y la balada, entre otros ritmos populares.
Junto a mi amigo y engalanando la mesa estaba su afortunada consorte, quien, como un motivo adicional a la agradable velada, se encontraba celebrando un nuevo onomástico.
Alguien, como de soslayo, nos puso al tanto de que el encuentro estaba a punto de recibir una fuerte dosis emotiva puesto que se esperaba la llegada de un grupo musical que se presenta de manera periódica, amenizando los encuentros sociales y envolviendo con su encanto a los asiduos parroquianos que abarrotan el establecimiento.
Así las cosas, el embrujo de la noche se hizo cargo de la situación y las copas hubieron de sucederse en la misma forma que hubo de pasar el tiempo en las frenéticas agujas del reloj.
El destino, haciendo de las suyas, Hungría Vásquez, afanoso por hacernos agradable la velada -y de manera especial, por halagar a su cumpleañera esposa Doña Modesta Rodríguez- y el hechizo del merengue típico flotando en el ambiente, se encargaron de convertir, aquella noche, en un evento inolvidable, de esos que vale la pena depositar junto al cúmulo de añoranzas que se guardan en el baúl de las cosas valiosas, que nunca se abandonan.
Un envolvente merengue, que entrelazaba, a la vez, a dos legendarias piezas del parnaso musical del merengue típico dominicano, irrumpió con fiereza en medio del vasto escenario dejándonos hechizados, debido a la maestría en la interpretación, a la melodía de las notas y a la contagiosa sintonía producida entre el ejecutante del acordeón y el delirante público que abarrotaba el reducido espacio habilitado para bailar, en aquel lugar.
Con las notas y las letras de La Maya prendía y La balacera, dos conocidísimas piezas del arte popular, que fueron dadas a conocer por las más descollantes figuras del merengue vernáculo dominicano, y otras que vinieron después, la agrupación que amenizaba la noche en aquel lugar se hizo dueña del escenario, sumergiéndonos en una inolvidable experiencia.
Chiqui Taveras y su agrupación merenguera -bautizada como La Misma Vaina-, se constituyeron en nuestros agradables anfitriones en aquel momento. Además de la consabida felicitación a la homenajeada de la noche, compartió algunos momentos en nuestra mesa, nos honró con emotivas palabras de aprecio y hermandad y en más de una ocasión nos dispensó sus saludos desde la tarima.
Para mas señas, y ya para finalizar, debo decir que, además de ser un refinado merenguero que se abre paso en la Gran Manzana gracias a su esfuerzo, seriedad y profesionalidad, el hermano Chiqui Taveras es un inmigrante dominicano, oriundo de la hechizante tierra del cajuil y del maní, el cazabe y el yamaguí, quien ostenta con orgullo, donde quiera que se encuentra, su condición de dajabonero, como el suscrito.
Y a ello se debe mi desbordante alegría y agradecimiento a Dios, por habernos reunido, Modesta, Hungría y yo, en esta noche de rumba, de vino y acordeón, junto a la desbordante presencia de tan entrañable paisano.
Y que siga la fiesta!!
JPM