Europa, EE. UU., Rusia y Ucrania 

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santo Domingo.

La historia mundial de los últimos cien años contiene como premisas que: a) Europa fue el principal escenario de los dos conflictos armados más devastadores; b) Rusia era la nación dominante en la desaparecida Unión Soviética y c) EE. UU. ha tenido un gran papel internacional desde 1898, cuando logró el control del archipiélago asiático de Las Filipinas y las islas de Puerto Rico en el Caribe y  Guam, en el Pacífico occidental.

Desde que comenzó la Guerra Fría (1945) hasta hoy ha habido una relación de ambivalencia entre Rusia (antigua URSS), EE. UU. y Europa. Esa etapa sólo es comparable con los dramáticos acontecimientos que ocurrían en la Grecia de Pericles, en la cual las confrontaciones ponían al desnudo los peores instintos humanos.

Épocas ha habido de colaboración militar y económica entre Europa y EE. UU., asemejando un barco con tripulación conjunta. Hoy la línea de flotación de esa nave luce confusa, con mensajes zigzagueantes desde poderosos despachos situados en la gran ciudad por donde pasa el río Potomac.

El ejemplo más impactante de lo anterior es la actitud de menosprecio del presidente Trump a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, una entidad militar creada por muchos países europeos, EE.UU. y Canadá, el 4 de abril de 1949, para defender de manera conjunta a sus miembros. Esencialmente la OTAN debe su existencia a la aprensión de los países occidentales ante la expansión del entonces bloque soviético, que 6 años después creó como contraparte militar el Pacto de Varsovia (1955).

Desde su creación hasta hace menos de un año todos los gobernantes de EE.UU., con sus matices circunstanciales, apoyaron masivamente a la OTAN, por conveniencia de sus intereses como el país que con más poder emergió de la Segunda Guerra Mundial.

En esa cooperación fue importante el pensamiento de Henry Kissinger, uno de los más influyentes exponentes de la realpolitik del siglo XX, desde que en 1957, publicó su tesis doctoral titulada “Un mundo restaurado” y continuó hasta poco antes de morir. El eje central de su pensamiento fue que los puntos coincidentes de los países más poderosos eran los que determinaban la legitimidad del orden en la tierra.

En su libro llamado Diplomacia (1994) reforzó su creencia pétrea de que sólo los países poderosos tenían la razón. En dicha obra ese personaje controversial resta calidad legal a los pueblos que se independizaron con motivo del colapso de la Unión Soviética. Escribió que Rusia y Ucrania eran la misma cosa.

Dos años después que Rusia se anexó, con el imperio de la fuerza, la estratégica península ucraniana de Crimea, situada en el mar Negro, en el 2014, Kissinger expresó que “para Rusia, Ucrania nunca puede ser simplemente un país extranjero”; aventurándose a decir, con “enigma y acertijo”, que: “Hay que lidiar con Rusia cerrando sus opciones militares, pero de una manera que le conceda dignidad en relación con su propia historia”.

Eso era una afrenta “a los intereses de los Estados más pequeños o emergentes”, como bien señaló el recién fallecido analista de política internacional Janusz Bugajski. Ese desprecio es el que en el fondo prevalece hoy en la Casa Blanca, siendo la prueba más elocuente las humillaciones y el ninguneo que desde hace un año sufre Ucrania.

En el 2022 Kissinger varió su criterio. Al referirse a la guerra de Rusia y Ucrania lanzó el vaticinio de que aquella podía terminar “en un puesto de avanzada de Asia en la frontera europea”. En enero del 2023 (10 meses antes de morir) señaló textualmente que “la continua agresión rusa había cambiado su forma de pensar”, puntualizando que: “Antes de esta guerra me oponía a la adhesión de Ucrania a la OTAN porque temía que iniciara el mismo proceso que estamos presenciando ahora. Ahora que este proceso ha alcanzado este nivel, la idea de una Ucrania neutral en estas condiciones ya no tiene sentido”.

La suerte de frenesí que recorre poderosos despachos de Washington ha impedido que se analice la pertinencia de no debilitar el bloque de instituciones supranacionales de Europa y la importancia de evitar que Ucrania sea fagocitada por Rusia.

Es importante recordar que antes de la actual agresión militar contra Ucrania otro gran experto de la geopolítica, el polaco estadounidense Zbigniew Brzezinski, escribió sobre lo que calificó como “las ambiciones neoimperiales de Putin y de toda la actual dirigencia rusa”, puntualizando que ese comportamiento es “la característica sistémica del alma rusa”.

Cabe señalar que desde mucho antes del zar Iván IV, apodado el Terrible, en Rusia existe el criterio generalizado de supremacía frente a sus vecinos, y más allá. El pensamiento del pueblo ruso quedó negativamente marcado por la perestroika y la glasnost que, como cambios políticos-económicos y apertura, respectivamente, hizo Mijail Gorbachov en la segunda mitad de la década de los años 80 del siglo pasado.

Vladimir Putin sabe de sobra eso, y también está favorecido por el debilitamiento que la política trumpista les ocasiona a la Unión Europea y a Ucrania. Los actuales gobernantes rusos no aceptan la tesis de coexistencia pacífica con Europa que sostenía Nikita Jrushchov, a quien un controversial mandatario estadounidense consideraba como “…un dirigente poderoso, pero una fuerza peligrosa…la encarnación del diablo…un diablo dotado de extraordinario talento”. (Líderes. Editorial Planeta, 1983. P.13, 229, 316 y otras. Richard Nixon).

En estos momentos Europa y Ucrania están sufriendo la metáfora elevada a doctrina estatal conocida como “la Zanahoria y el Garrote”, que se resume en aquello de acepta lo que digo y vas de rositas o te acorralo y humillo. EE. UU. la usa como parte de su poderío mundial. Hoy en Washington hay una evidente animadversión hacia Europa y sus organismos colectivos, con un especialmente énfasis en el desmoronamiento de la OTAN.

jpm-am

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