Ese sombrío personaje llamado verdugo

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EL AUTOR es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo.

Constituye el último eslabón de la justicia en la realización concreta de las penas. Si bien en la actualidad el verdugo es un agente del Estado, para llegase a ello debió pasar por un largo proceso histórico. El pueblo egipcio fue el primero que encargó a un funcionario especial la ejecución de las sentencias.

En las antiguas monarquías asiáticas cumplía esa función uno de los primeros dignatarios de la corte, realzado con el título de gran sacrificador. Entre los israelitas la sentencia de muerte se ejecutaba por todo el pueblo, por los acusadores y por los parientes del interfecto, y aun a veces, por los mismos jueces; entre los romanos, por los lectores. Entre los antiguos galos, los mismos druidas o sacerdotes hacían de verdugos.

En algunas ciudades de Alemania la sentencia de muerte la ejecutaba el más joven de la comunidad; en Hieden, el último avecindado en la ciudad; en Francofonía, el último que se había casado; en Renania, el último magistrado, sin que ninguno de tales ejecutorias quedará inflamado por ello en la pública opinión.

En algunos países se designa “ejecutores de las altas obras” a los taberneros y matarifes o carniceros. El cumplimiento de la tarea del verdugo implica la muerte de un hombre por otro, por lo cual se ha debatido el fundamento de su discriminación.

En la definición carrariana del delito, muerte injusta de un hombre por otro, se excluye la criminalidad por la ausencia del calificativo, ya que se considera “justa” la dada por el ejecutor. También se ha alegado que el deber que cumple el verdugo es más importante que el derecho que se viola; que la justicia que ordena el acto hace desaparecer el tipo delictivo.

Proverbialmente la doctrina consideraba que el cumplimiento de este único mandato judicial constituía una excusa absolutoria; sin embargo, la evolución de la teoría jurídica del delito ha evidenciado que, en tal caso, no existe delito y justamente la excusa absolutoria suprime la aplicación de la pena por razones que el legislador estima censurables, pero sin quitarle ninguno de sus elementos.

En la actividad del verdugo, en cambio, está ausente la antijuridicidad: el acto no es contrario al derecho, sino que, antes bien, lo confirma, lo ratifica, como que se trata de su misma aplicación  por un órgano del Estado; es pues, una causa de justificación.

A decir verdad es que en la Edad Media existieron verdugos que llegaron a estudiar anatomía para ejecutar un degüello, frente a multitudes sedientas de sangre, en el lugar exacto y ganar así aplausos (se ha afirmado: quien “quien ve matar, mata”) y consideración social. Los años fueron degradando su figura.

Señala el penalista  Barbero Santos un hecho anecdótico, pero crudamente gráfico, acaecido en España. Un hombre de muy extraña fisonomía come solo en un restorán. Tras pagar se levanta y sale. Un mozo, rápidamente, toma el mantel y lo anuda por las cuatro pintas con todo lo que hay en la mesa, incluso el dinero que ha dejado, los platos, vasos y cubiertos de que se ha servido, los residuos.

Los otros comensales se asombran frente a tan súbito e insólito proceder y preguntan sobre el porqué de esa conducta. El mozo dirá: “Es el verdugo de Burgos que, con ocasión de alguna ejecución, acostumbra venir por aquí. Y siempre hacemos esto. Nadie vuelve a tocar lo que este sujeto ha tocado».

Relata el penalista español un hecho que se suscitó durante una visita a una cárcel escocesa, cuando preguntó: ¿Hay muchos verdugos en Escocia? Recibió una respuesta unida a una sonrisa irónica: “El verdugo… es inglés”-  El sociólogo francés Emile Durkheim expresa que la sociedad es la afectada y, por consiguiente, puede disponer de la represión, más allá de que directamente los afectados, los agredidos por el delito, sean individuos.

El tribunal es quien expresa la conciencia colectiva sobre la base de delitos catalogados y bien definidos previamente. De ahí que señalará: “El crimen concentra las conciencias honradas”. Es que, en su pensamiento, el delito sirve para cohesionar a esas conciencias y la reacción, por todos requeridos y aceptados, preservará a la sociedad. Tomando la expresión por su contrario: de no haber reacción, no habría unidad y peligraba el orden social.

En realidad lo que peligraba era el contrato social. El mismo contrato fue objeto de natural y benévola acogida y dio jerarquía doctrinal a las revoluciones de 1776 y 1789. El mismo contrato al que, según lo señalado, no acceden los no exitosos para la vida en comunidad o los que se resisten, no prestan consenso, debido a su situación de extrema necesidad, muy a pesar suyo.

Frente a la ineludible selectividad penal, que comprende a los de abajo, cabe la pregunta: ¿antes de delinquir e, incluso, al tiempo de sus delitos, estos hombres son libres e iguales? De no ser así, ¿Cuál contrato social se les está exigiendo que cumplan, cuando la misma sociedad los puso fuera de él…? De hecho, el incumplimiento social ¿puede hacer exigible su cumplimiento? Jurídicamente, al menos, la respuesta es negativa.

De ahí que expresa Foucault: “los castigos no están destinados a suprimir las infracciones, sino más bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas…Y más adelante: “La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos y hacer presión sobre otros, de excluir a una parte y hacer útil a la otra.

En suma, la penalidad no reprimirá pura y simplemente los ilegalismos, los diferenciaría”. De ahí que el filósofo francés sintetiza su pensamiento con aquello de: “Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso castigar”.

jpm-am

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