El Efecto Rainieri
POR OSVALDO R. MONTALVO COSSIO
El triunfo arrollador de las democracias occidentales sobre el socialismo soviético tuvo su expresión más enfática en la teoría económica al desplazar de una vez y para siempre el concepto de la planificación y el plan, del consenso político y la economía centralizada. En lo sucesivo, economía es la economía privada, el viejo escenario de Adam Smith en que los comerciantes inducen la mejor situación utilitaria posible persiguiendo únicamente sus propios intereses. La economía se debía convertir en la economía privada. Por antonomasia.
Por supuesto, esa victoria irrefutable no aparta viejos escollos: aún dentro de la empresa, ¿no hay que ponerse de acuerdo con medios no financieros? En la familia, el padre sostiene al hijo durante muchísimo tiempo, las más de las veces con pobres expectativas monetarias.
¿Cómo explicar que una mujer joven consagre su vida a la soledad de un convento cuando afuera vibran tantos placeres sensuales? Temas que quedaron en el aire. Como suele suceder, la soberbia de la victoria no necesita explicar, menos justificar nada. Todo estaba resuelto.
Pero no ha sido así, no parece haber disminuido la necesidad de política económica. Se requiere de una entidad que regule el precio del dinero y el movimiento del ciclo. Todavía más, esa entidad –el Estado- sigue erigiendo su influencia sobre su poder político: su capacidad para cobrar impuestos y para imprimir moneda, ambos sobre la base del sistema democrático de representación.
Dicho en otros términos, fracasó miserablemente el socialismo, pero no fue un triunfo del capitalismo democrático sino del monopolismo de Estado.
Por más que se intente, no hay posibilidad de transformar todo el espacio económico en una economía privada. No sólo privatizar las empresas públicas –eso ya es cosa del pasado-, sino aeropuertos, puertos, carreteras –esto también es cosa del pasado-, escuelas, salud, esparcimiento… Se parte de la premisa de que la “economía” privada es por principio superior a la pública.
De nuevo, ahí está la evidencia concluyente del fracaso de la economía soviética y la quiebra de las empresas públicas. ¿Qué mayor prueba se puede pretender? Bien, sólo que economía no sólo es empresas sino trabajadores, no sólo es producción sino también consumo. Si millones de personas quedan fuera de la economía privada, ¿qué hacer con ellos?
En un mundo paralelo, la economía convencional habla de “externalidades”. Si tengo una finca en un paraje remoto y de repente el Estado le pasa una supercarretera por el frente, el precio de mi propiedad se multiplica sin yo haber hecho nada. Una externalidad positiva.
A la inversa, si tengo un solar en una zona residencial y al lado me instalan un matadero de pollos, el precio de mi propiedad se derrumba. Una externalidad negativa. El caso habitual es el de las industrias extractivas que sacan los minerales del subsuelo y siempre prometen remediar el daño ecológico, que puede durar siglos. El caso típico de beneficios privados, perjuicios públicos. Pero no es el único.
Con la migración haitiana –legal e ilegal- se ha advertido una y otra vez sobre este asunto. Los haitianos trabajan por el mínimo de sobrevivencia, un salario que el dominicano no puede aceptar puesto que el valor histórico de su fuerza de trabajo es superior.
El argentino, el chileno o el norteamericano tampoco aceptan ese nivel salarial, no es una cuestión de “prejuicio” del dominicano. Bien, no obstante el empresario dominicano contrata al trabajador haitiano porque es más barato: beneficios privados. La pregunta es: ¿qué va a hacer el dominicano desplazado para conseguir con qué vivir? ¿O se va a dejar matar de hambre?
Es desplazado a la economía informal, gris o abiertamente delincuente, que se revierte en un ambiente de inseguridad para el empresario que contrató el trabajador más barato.
Algunos millonarios tienen la visión histérica de que se pueden aislar del medio exterior subiendo aún más sus bardas y rejas. Nadie puede entrar, y adentro lo tienen todo: planta, pozo, comida. Afuera, colegios super privados para los hijos, hospitales en Estados Unidos. No necesitan del espacio público salvo cuando en su Mercedes último modelo caen en un tapón con todo y chofer. Entonces se quejan: “- Esto es un caos…”
Se les olvida que el medio público, como la muerte, es inevitable. Todavía no controlamos el aire que respiramos ni la calidad del agua con que nos bañamos. Y el agua que bebemos… bueno, depende de la buena voluntad del productor de agua porque si a regulaciones nos vamos… El contenido de lo que comemos –la lista es larga-, la conformidad de la gente que está afuera, que decide su actitud respecto de los que están adentro.
La empresas mineras pueden tener una actitud predatoria: sacan el mineral –cosa que puede durar algunos años- y se van. Si dejaron un “pasivo ambiental” pues que los alcancen a cobrárselo allá donde se mudaron. Quien instala un servicio con vocación de continuidad y, todavía más, con vocación de intercambio con el medio exterior, no puede tener la misma actitud.
Su proyecto es el de quedarse, y de quedarse inevitablemente amarrado a la comunidad. Por cerrados que sean los resorts. No puede simplemente echar su basura por la ventana y olvidarse del asunto porque en poco tiempo el basurero se las cobra.
Es lo que ha sucedido en Punta Cana. Cuando las externalidades de un proyecto se revierten en contra de su rentabilidad lo llamamos Efecto Rainieri. No es lo mismo un hit and run, o un proyecto de cinco o diez años, que un horizonte de permanencia.
No es lo mismo generar una ilegalidad que se reabsorba o se recicle, a otra que se acumule y potencie. No es lo mismo un medio hermético a otro con fisuras. O peor, con deseos de incursionar en el exterior subdesarrollado pero pintoresco.
Quizás al Efecto Rainieri haya que incluirse algo de falta de visión para no seguir la secuencia lógica de los acontecimientos. Sin embargo, ¿no estamos acaso inmersos en un gran Efecto Reinieri a nivel nacional? Porque la destrucción de la República Dominicana por la haitianización no es otra cosa.
JPM

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