El deshonor de ser alcalde

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EL AUTOR es periodista. Reside en Santo Domingo.

En muchos países democráticos y aceptables niveles de cultura, ser alcalde constituye un honor, por cuanto en su figura se resumen las aspiraciones de su comunidad que debe representar con orgullo, con decisiones que contribuyan a su progreso material y espiritual. En esos países, los alcaldes suelen renunciar y pedir perdón antes de enfrentar a la Justicia cuando han violado la Ley, específicamente al vinculárseles  a actos de corrupción.

En la República Dominicana, donde los alcaldes son elegidos por el voto popular, no hay precedentes de que alguno haya renunciado tras ser señalado como indigno de  de ejercer su cargo. Es lo contrario: cuando son señalados con pruebas de que han cometido irregularidades graves en el ejercicio de sus funciones, suelen envalentonarse diciendo que se trata de “tramas políticas” para hacerles daño, algo que solo los estúpidos pueden creer.

Nuestros alcaldes se burlan del pueblo que los llevó al cargo al practicar el nepotismo, firmar contratos leoninos con compañías colectoras de basura para lograr comisiones, emitir cheques a compañías vinculadas sin los soportes necesarios, inventarse proyectos millonarios sin ninguna importancia para la comunidad en general, en un derroche innecesario de dinero que contrasta con los sueldos írritos que devengan los empleados y  trabajadores de los Ayuntamientos.

Entretanto, ni las compañías contratadas ni los propios Ayuntamientos realizan eficientemente la recogida de basura, lo que dio recientemente  lugar a que una ciudad  como San Cristóbal, por ejemplo, tuviera que ser intervenida por el Ministerio de Salud Pública, mientras la segunda en importancia, Santiago, es el más patético ejemplo de de tener el “mérito” de ser una de las más sucias del país.

Los alcaldes que caen  en la categoría de “malos funcionarios” parecería que no tienen ni orgullo, ni honor. Estamos seguros de que una persona con cierta sensibilidad le daría vergüenza identificarse con la labor de uno de nuestros alcaldes, a menos que resulte beneficiado de sus ejecutorias.

La democracia mal entendida y la falta “de una Justicia justiciera” es lo que explica, junto al clientelismo político, cómo es posible que personas sin capacidad gerencial alguna sean nominados candidatos a alcaldes, simplemente porque militen en tal o cual partido y reciban millonarios recursos para financiar sus campañas, de parte de interesados que más temprano que tarde exigirán su devolución con escandalosos beneficios.

En conclusión, pienso que en nuestro país constituye un deshonor ser alcalde, cuando se trata de aquellos que se roban los dineros de los contribuyentes y  ni siquiera sirven para recoger la basura y proteger así  de las enfermedades a los ciudadanos que los eligieron.

 

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