El Baltimore de Edgar Allan Poe

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

 

A un hermano espiritual de la literatura: Luís José Rodríguez Tejada

«He aquí el paisaje del sueño donde los sonámbulos danzan y la algarabía es solo sombra del horizonte sordo de los muertos». Dionisio López Cabral

…Y lo saben los poetas dominicanos René del Risco Bermúdez y Dionisio Cabral: Los sucesos de Baltimore podrían ser fantasmas en rebeldía de Allan Poe.

De pronto observé entre sorprendido y maravillado aquella sublime figura de la literatura estadounidense desplazándose sin miedo por las calles de aquel Baltimore de 1835, sin el tumulto ni el frenesí de ese mar humano de hoy agitando angustias y olvido como si fuesen olas gigantescas salidas del fondo misterioso de la nada antológica del universo conceptual de Hegel, queriendo expresar indocilidad social desde la esperanza al decir: «Mi fe es firme como una roca».

A Edgar Allan Poe se le veía caminando en zigzag por las calles brumosas de Baltimore, como el que anda embriagado, mientras caminaba sólo su voz mustia se oía desde la profundidad de sus entrañas, como si sus palabras quisieran salir volando con alas de mariposas a otro confín. Empero, la voz dulce del poeta buscando el rumbo se quedaba reposada en su paladar, como expresión de amor que acaba presa en la angostura de su alma.

Y no era para menos lo de sus pasos zigzagueantes; se encaminaba ebrio a tener un encuentro idílico con su Virginia Eliza, la mujer de piel nívea y ojos cetrinos de sus desvelos casi demenciales, de solo trece años de edad, años que de sólo mencionarse causaban en él unas ansias locas de amor y de destellos.  

Me imagino a Edgar Allan Poe mientras caminaba por aquellas calles adoquinadas alrededor de la bahía Chasapeake declamando al viento un poema a la inocencia de su adorada treceañera con estatura y sentimientos para el amor; la mujer hermosa y de sonrisa ingenua, como de virgen: «Su risa es tan pura que camina sobre el viento, tan clara, como el reflejo de una nube en el agua, y tan limpia como la lluvia que regala el cielo».

El sonido de un barco dejando a su espalda las tiniebla anunciando su entrada a la bahía sacó al poeta de aquel sueño maravilloso, similar al poema que dice: «La luna clara, rodeada de estrellas, reflejándose en el mar, pude soñar contigo».  

Las calles de Baltimore eran aquella noche, para Allan, calles de ensueños enardecidos; la única rebelión que se oía eran los gemidos de la noche moribunda y el sonido de los cascos de los caballos y las ruedas de los carruajes rodando en secreto sobre ramblas empedradas.

De pronto Allan recuesta su cuerpo a un farol de una luz sutil amarillenta y su sombra de búho real volando sobre la noche estrellada se proyecta como la de un gigante inteligente y apuesto que busca refugio en las alas amorosas de una mujer de piel lozana, como las plumas del guacamayo azul.

El aire de aquella noche en Baltimore tiene el olor intenso del aceite de los barcos que surcan las aguas del río.  En aquel silencio erótico el escritor piensa que al pedir la mano de su dulce Virginia Eliza debe hacerlo en luna llena para que el resplandor de su luz al tocar la superficie de las aguas se reverbere en el rostro angelical de su amada.

Y ahora ¿en qué luna está Baltimore? Ahora salgo a la calle cuando el astro luminaria ha girado y entre las multitudes veo allí a Edgar Allan Poe y a Virginia Eliza Glemm. Pero Virginia siente miedo y quiere caminar. Ellos se van a la bahía.

Era obvio venir a la bahía, pues atmósfera tan alta en las calles de Baltimore no dejaba lugar para el amor que no fuese frente al mar. Los marinos y los capitanes los miraban sin ahuyentar su romance bajo una luna clara que revelaba aquellas manos ambarinas entrelazadas; los barcos entraban al puerto y salían indiferentes como si el peso del amor fuera más fuerte que la carga de todos los veleros.

Mientras Virginia Eliza recostaba su cabeza suavemente sobre el hombro de Allan éste le decía con la voz de oro del poeta: «He contado una a una tus pestañas, dormitando sobre tu pecho. Ama tu respiración tranquila, pausada, mientras tus brazos son el refugio de mi cuerpo. ¡Y mis manos sobre las tuyas!». Ambos caminaban a orilla de la bahía contemplando el ir y venir de las olas tremolantes y coquetas; observaban galantes el vuelo de las gaviotas nocturnas agitando sus alas frente al espejo que figuraba la luna, cuya luminosidad rozaba ligeramente la cara de las aguas del río. Allan y Virginia deciden recostar sus brazos sobre el muro de la rada mientras se deleitan con las tonalidades de aquellas aguas apacibles al ser tocadas por el brillo intenso del lucero anunciando la noche inminente.

«Edgar, ¿por qué no me dices uno de tus hermosos poemas ahora que estamos frente al río?», pregunta Virginia con entusiasmo. «¡Bien!, oye este poema que escribí: «¡Bello río! En tu clara y brillante onda de cristal, agua vagabunda, eres  un emblema del esplendor de la belleza, un emblema del corazón que no se esconde ahora, un emblema de la alegre fantasía de arte en casa de la hija del viejo Alberto»».

«Pero mientras ella mira en tu corriente, que resplandece y tiembla, ¿por qué el más hermoso de todos ríos recuerda a uno de sus adoradores? Es porque en su corazón, como en tu onda, su imagen esta profundamente grabada; en su corazón que tiembla bajo el brillo de sus ojos buscan el alma!».

De pronto Edgar Allan Poe detiene sus pasos al ver a un viejo amigo afroamericano con su guitarra carga en su hombro. «Steve, ¿cómo estás?», pregunta Allan. «¡Bien!», responde Steve. «Te presento mi novia, Virginia Eliza». «Mucho gusto Virginia», contesta cortésmente Steve. «¿Qué les trae a ustedes dos por los alrededores de la bahía?», pregunta Steve. «Sabes Steve, hoy es día de los enamorados y he querido aprovechar la noche para pedirle la mano a Virginia». «¿Que tienes en mente?», pregunta el amigo. «Como tú sabrás, he venido a vivir a Baltimore por lo que esta ciudad significa en función de sus mil cosas, tales como el río, la bahía, el puerto, los barcos, sus gentes y, sobre todo, esta hermosa mujer que mitiga mi sed de amar. Steve, quiero compartir contigo y tu guitarra la presencia de Virginia, un poema que he escrito inspirado en el amor. Así es que comienza a puntear tu guitarra: «Deseas que te amen? No pierdas, pues, el rumbo de tu corazón. Sólo aquello que eres has de ser y aquello que no eres, no. Así en el mundo, tu modo sutil, tu gracia, tu bellísimo ser, serán objeto de elogio sin fin y el amor…un sencillo deber»».

Al paso del tiempo, después de doce años de una relación conyugal con ciertas sinuosidades, quizás partiendo del hecho de que Virginia Eliza y Allan eran primos hermanos, Virginia muere el 30 de enero de 1847, quedando Edgar Allan Poe en un vacío existencial, con su alma raída se refugia en el alcohol. Dos años antes de morir Virginia, Allan escribió «El cuervo» su composición poética más grandiosa y por la cual recibió reconocimiento internacional. Quizás el hecho de ver a Virginia Eliza postrada en una cama a la que la llevó la tuberculosis creó en el alma de Edgar Allan Poe una tristeza tan honda que el famoso escritor y ensayista cayó en la profundidad lóbrega del desaliento, aun cuando él tuvo otro amor de juventud con una joven virginiana llamada Sarah Elmira Royster.

La muerte le sobrevino a Edgar Allan en Baltimore, Maryland, el 7 de octubre de 1849. Era aquel Baltimore diferente al de ahora. La vida se desenvolvía sin algarabías ni estridencias notorias; los barcos mercantes entraban y salían del puerto cargado de mercancías y de pasajeros; todo era una jarana entre marineros, capitanes y vinos.

Edgar Allan Poe fue en Baltimore un espíritu de la noche para bohemios y poetas embriagados de arte y de literatura. El fragmento de este poema lo confirma: «Tu alma, en la tumba de piedra gris estará a solas con sus tristes pensamientos. Ningún ser humano te espiará a la hora de tu secreto. ¡Permanece callado en esa soledad! No estás completamente abandonado; los espíritus de la muerte, en la vida, te buscan y, en la muerte, te rodean».

El momento me obliga, como el viento a los barcos, a encontrarme en este trabajo con El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Este maravilloso encuentro me permite leer la decisión del fiscal de Maryland y seis policías procesados. Después, el toque de queda como medida de control y el discurso del presidente Obama confirman que Baltimore existe y pide la sensibilidad y las miradas de un gran país. Ahora siento que Allan Poe y Virginia Eliza han regresado y caminan de nuevo a la bahía con sus  manos entrelazadas.

 

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