El afecto como política pura
POR EMELYN HERASME
Tal vez este sea el artículo de opinión más íntimo que he escrito. No nace de una hipótesis, ni de un marco lógico previamente ordenado. Nace de sentimientos aflorados en los últimos días con una fuerza que el análisis no consigue disciplinar del todo. Dos procesos me han traído hasta aquí: primero el amor, después la razón. Pensar desde el afecto es pensar desde un lugar más expuesto, más humano, y por eso mismo, más incómodo.
Durante mucho tiempo aprendí, como tantas, que el afecto era algo que debía quedarse fuera del análisis, fuera de la política, fuera de la ciencia. Algo privado. Pero hoy entiendo que sacar el afecto del plano íntimo para colocarlo en el plano estructural no es pecar de ingenuidad, es un gesto político profundo. Es, en el fondo, el mismo movimiento que hicieron los feminismos cuando dijeron, sin pedir permiso, que “lo personal es político”.
Pensar el afecto como una “no-política” muestra con mucha claridad los límites del propio Estado. Porque el Estado sabe hacer leyes, presupuestos, programas, indicadores. Pero no sabe, o no quiere, trabajar con lo sensible, con lo dañado, con lo que no entra en una matriz de evaluación. Y, sin embargo, es justamente ahí donde se juegan muchas de las violencias más persistentes.
Hoy, el campo de las políticas públicas está siendo interpelado por enfoques que rompen con esa neutralidad aparente, a partir de los feminismos, las epistemologías del sur, la ética del cuidado, la interseccionalidad, la implementación desde abajo. Mi intención al escribir esto es dialogar con ese debate, desde una experiencia que no cabe en un gráfico, pero marca trayectorias y silencios.
La literatura reciente ya no trata al afecto como una distorsión irracional del proceso político. Por el contrario, empieza a reconocer que las emociones moldean decisiones, diseños, omisiones, prioridades. No solo influyen en la política, la constituyen. El afecto también es una fuerza pública, aunque no figure en los presupuestos.
Como afirma Sara Ahmed (2004), las emociones moldean economías públicas, circulando como capital que une o excluye cuerpos en espacios institucionales. Lauren Berlant (2011) complementa esta idea, el «optimismo cruel» que promete reparación a través de afectos tóxicos, que sustenta desigualdades en políticas supuestamente neutrales.
La ética del cuidado propone algo aún más disruptivo, trata de mover el foco del individuo aislado hacia las relaciones de dependencia, de reciprocidad, de sostenimiento mutuo. Y ahí mi experiencia personal deja de ser solo mía. Porque la violencia no es solo una sucesión de hechos aislados es, realmente, una trama de relaciones rotas, de afectos dañados, de silencios impuestos. Pensar el cuidado como marco político es, también, pensar la reparación.
Por eso empiezo a nombrar algo que reconozco necesario: el afecto como infraestructura pública. No como un programa gubernamental, no como una política sectorial, sino como una condición invisible que sostiene, o derrumba, cualquier política. Instituciones sin afecto producen expulsión. Políticas sin afecto gestionan daños, pero no reparan vínculos.
No hablo del afecto como sentimentalismo, ni como consigna vacía. No hablo de “ser amables”. Hablo de afecto como clima institucional, como condición simbólica de existencia, como base para la permanencia, la dignidad y la creatividad. Hablo del afecto como aquello que permite que alguien no se quiebre del todo cuando la violencia llega con nombre de norma, de evaluación, de jerarquía, de procedimiento.
Quizás por eso hoy puedo decir, con una mezcla de fragilidad y convicción, que el afecto es una condición de posibilidad para cualquier política pública que se pretenda democrática. No garantiza justicia, pero sin él, la injusticia se administra con eficiencia.
Este texto no busca cerrar nada. No pretende ofrecer soluciones técnicas. Es apenas un intento de pensar desde la herida sin quedar atrapada en ella. Un intento de politizar el dolor sin convertirlo en espectáculo. Aun en los espacios públicos, donde todo parece regirse por normas, métricas y expedientes, el afecto sigue siendo aquello que sostiene lo que la técnica no alcanza.
Sin afecto, las instituciones funcionan, pero no cuidan; administran, pero no reparan, lo mencioné anteriormente, y lo repito porque reconocerlo es asumir que toda política también toca cuerpos, historias y fragilidades.
Fomentar una cultura del afecto no es romantizar la política, estamos hablando de humanizarla. Es entender que el cuidado no es un gesto privado, sino una responsabilidad colectiva. Tal vez ahí resida una de las tareas más urgentes de nuestro tiempo que es reconstruir vínculos en medio de estructuras que aprendieron demasiado bien a producir silencios.
jpm-am

Trump elige a Susie Wiles como jefa del gabinete en Casa Blanca
Abinader entrega muelles en Río San Juan y Cabrera para la pesca
Primer Ministro Haití seguirá en Puerto Rico, su futuro es incierto
EU: Trump asegura que Nicolás Maduro tiene los días contados
Víctor D’ Aza revoluciona la capacitación municipal
El dólar bajó 20 centavos; este martes era vendido a RD$64.59
Donald Trump insiste en que Europa «va por el mal camino»
Rusia afirma avanza en «todo el frente» del Este de Ucrania
PC pide castiguen partidos que realicen campaña a destiempo
Trump no descarta acciones de EU contra México y Colombia
Honduras: Candidato apoyado por Trump, está a la delantera
EU: Posición negociadora Rusia es más fuerte que la de Ucrania
Netanyahu se reunirá con Trump en EEUU el 29 de diciembre












