Acción penal Senasa: una decisión política de alto nivel 

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El autor es abogado. Reside en Miami.

POR JULIO MARTINEZ

El gobierno ha insistido en presentar el expediente de “Operación Cobra” como una demostración del funcionamiento de un Ministerio Público independiente y decidido a enfrentar la corrupción. Sin embargo, cuando se revisa la cronología del caso, surgen dudas incómodas: la acción penal se aceleró justo después de que el propio presidente hiciera declaraciones públicas y se colocara al frente del debate, lo que alimenta la percepción de que la iniciativa no nació solo de una fiscalía autónoma, sino también de una decisión política de alto nivel.

Durante meses, distintos medios y voces políticas habían señalado rumores persistentes sobre irregularidades en SeNaSa, sobre compras cuestionables y manejos opacos de fondos, sin que se conociera una reacción visible por parte de las autoridades. Si el Ministerio Público tiene el deber constitucional de actuar ante el rumor público y las denuncias iniciales, resulta legítimo preguntar por qué la intervención llegó tan tarde y solo cuando las revelaciones ya eran inocultables. Esta brecha entre el discurso de “cero impunidad” y los tiempos reales de la actuación judicial debilita la narrativa de una justicia completamente ajena a los ritmos de la política.

Otro aspecto que llama la atención es la concentración geográfica y política de varios de los investigados. Una parte importante de los nombres que figuran en la acusación tiene vínculos con la provincia de Santiago, bastión de un sector político que acompañó al actual gobierno desde la campaña. Muchos de esos cuadros habían formado parte del entorno profesional y electoral que trabajó en la estructura de salud y en la captación de apoyo para el proyecto oficial. No se trata de criminalizar un origen regional, pero sí de reconocer que las redes de confianza que operan en las campañas suelen trasladarse luego a los cargos administrativos, con los riesgos que ello implica cuando faltan filtros serios de idoneidad y control.

Qué supervisión?

En ese contexto, la figura de la vicepresidenta adquiere relevancia política, no porque exista hoy una imputación penal en su contra, sino por el rol institucional que desempeña como coordinadora del Gabinete de Salud. Si las principales instituciones del sector, incluido SeNaSa, se articulan bajo esa instancia, cabe hacer una pregunta directa: ¿qué tipo de supervisión se ejercía sobre el seguro estatal mientras, según la acusación, se montaba un esquema de fraude que operó durante años?

También resulta pertinente cuestionar si desde el Gabinete de Salud se recibieron reportes internos, auditorías o advertencias tempranas sobre las anomalías que ahora se describen en detalle en la solicitud de medidas de coerción. Si esos informes existieron, ¿cómo se procesaron?; y si no existieron, ¿qué dice eso sobre la calidad de los mecanismos de control político y administrativo que acompañan a las designaciones de confianza en un sector tan sensible como el de la salud pública?

En vez de limitar la discusión a la figura del ex director y a su círculo más cercano, el país necesita respuestas más amplias sobre la relación entre los equipos de campaña, los nombramientos posteriores y la ausencia de alertas a tiempo. Cuando casi todos los implicados provienen de un mismo espacio político y territorial, la pregunta ya no es solo “quién robó”, sino “quién nombró, cómo supervisó y por qué no detuvo a tiempo lo que ahora se presenta como una estructura criminal”.

La ciudadanía tiene derecho a exigir que este caso no termine en un simple cambio de nombres ni en una lista de “manzanas podridas” convenientemente aisladas del resto del canasto. Si realmente se quiere romper con la tradición de impunidad en el sector salud, el gobierno debe estar dispuesto a revisar su propio modelo de gestión política, incluyendo la forma en que el Gabinete de Salud, bajo la coordinación de la vicepresidencia, ha ejercido su rol de dirección y vigilancia.

Desde una perspectiva jurídica, el proceso penal deberá determinar quiénes incurrieron en delitos y en qué grado, garantizando el debido proceso y la presunción de inocencia. Pero la responsabilidad política no puede esperar a una sentencia firme: se mide por la diligencia, por la reacción oportuna, por la voluntad de abrir los archivos y permitir que la sociedad conozca qué falló y quién debió haber actuado antes.

Todo esto no niega la importancia de que el Ministerio Público lleve adelante el caso con rigor técnico y respeto al debido proceso. Pero si la actuación sólo se activa cuando el escándalo alcanza niveles mediáticos imposibles de contener y el Ejecutivo toma la delantera del discurso, cuesta sostener sin matices la idea de una independencia plena y proactiva. Una justicia verdaderamente autónoma debería adelantarse al cálculo político, no acompañarlo a la zaga.

jpm-am 

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