Mario Cuomo: un gobernador memorable

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

Me he enterado de la muerte de don Mario Cuomo, exgobernador del estado de Nueva York, abogado, político, miembro prominente del Partido Demócrata y, en un tiempo, jugador de béisbol con los Piratas del Pittsburg. Cuomo fue conocido como un excelente orador en virtud de su pasión por la lectura de obras literarias. Además era un conversador y polemista persuasivo, nunca se amilanó porque dominaba, como arquitecto de la palabra, el verbo.

El afamado arquitecto brasileño Oscar Niemeyer expresó en un momento de su larga y fructífera vida profesional que la «vida es un soplo». Un soplo es también un segundo de vida que se hace eterno cuando la existencia se prolonga en el tiempo; el hombre o la mujer que se cuida vive una vida creativa, como las flores cortadas que para tener larga vida requiere cuidado para aumentar la belleza de sus pétalos. Para que nuestras vidas puedan ser preservadas el modo más efectivo es la atención directa que cada quien reciba.

Dice José Silva-Herzog Márquez que «Todo despotismo aspira a ser un regimiento de palabras. Fuera el poeta que reinventa el lenguaje; fuera la metáfora que subvierte los significados; fuera los discutidores que riñen; los conversadores que opinan, los comediantes que provocan risa, los dibujantes que ridiculizan. El súbdito demuestra su rendición repitiendo las palabras muertas del poder».

Hubo un momento en la vida política de Mario Cuomo dentro del Partido Demócrata que el exgobernador le dio a Nueva York una envidiable dimensión, por el aire de plaza de su palabra y la trascendencia de su discurso. Yo y otros acompañamos a Cuomo, como miembro del Partido Demócrata de Nueva York, a la histórica convención del partido en San Francisco, California, en 1984.

Este gigante de la palabra se creció al pronunciar un apoteósico discurso que tuvo como título «A tale of two cities» (Un cuento de dos ciudades), hasta el grado que los medios de comunicación publicaron en esa oportunidad que con Cuomo «había nacido una nueva estrella política».

Aquella enorme y hermosa oratoria de don Mario dejó perplejos a demócratas y republicanos, sobre todo la agudeza de sus razonamientos y la ironía socrática que empleó en la convención no sólo puso a temblar la Casa Blanca, además, persuadió a la juventud con la música encantada de su lenguaje perfumado y penetrante como la flor del clavel al pronunciar duras críticas al estilo de gobernar del Ronald Reagan. Veamos algunos trozos soberbios de esa augusta oratoria:

«El presidente Reagan dice que este país es una resplandeciente ciudad sobre una colina. Y el Presidente está en lo cierto. En muchos aspectos somos una resplandeciente ciudad sobre una colina, pero la dura verdad es que no todos disfrutan de la porción que les pertenece del esplendor de este país.

Tal vez sea una resplandeciente ciudad lo que ve el Presidente desde el pórtico de la Casa Blanca o desde la barrera de su rancho, un lugar donde a todos les va bien. Pero hay otra ciudad, hay otra parte más allá de la luz brillante de la ciudad: la parte en la que la gente no puede pagar sus hipotecas y donde la mayoría de los jóvenes no pueden permitirse una; donde los estudiantes no pueden alcanzar la educación que necesitan y los padres de clase media ven evaporados los sueños que persiguen para sus hijos».

El discurso de Cuomo tuvo una importancia decisiva en la vida política de los Estados Unidos; el arte que éste le imprimió a su alocución lo transformó en un instrumento educativo de primer orden, pues puso a reflexionar a la inteligencia política más esclarecida del partido Demócrata. Fue tan triunfante el discurso que eclipsó el resto de las intervenciones en la convención, como el rayo que impacta la tierra, inclusive ensombreció la actuación del candidato presidencial Walter Mondale.

La prensa norteamericana quedó seducida gozosamente con el carisma y por la fragancia refinada de su oratoria grandilocuente de Mario Cuomo, hasta el grado que se publicaron grandes titulares en los periódicos de la época reseñando el prestigio alcanzado con su discurso, lo que le «convirtió en la auténtica esperanza del partido Demócrata en momentos que el Partido Republicano controlaba el proscenio político».

A partir de las emociones que creó su extraordinaria intervención en la convención todos llegamos a pensar con justificada causa que este gigante de la oratoria política estadounidense iba a optar en algún momento por la presidencia de los Estados Unidos, hecho que al parecer nunca ocupó su atención, a pesar de que en 1988 y en 1992 no fueron pocas las personas que trataron de persuadirle a que diera el salto. Yo mismo escribí dos artículos en el periódico El Diario la Prensa de Nueva York instándole a animarse por la presidencia.

Antes de Mario Cuomo entregarle la gobernación del Estado de Nueva York a George Pataki recibí una llamada del despacho de la señora Shirley Romanesky, asistente del exgobernador, con oficinas en el piso 85 del antiguo edificio World Trade Center, e inmediatamente fui recomendado para ocupar un cargo importante como abogado en el New York State Department of Transportation (antiguo Departamento de Obras Públicas del Estado), posición que ocupé por varios años y de la cual estoy hoy retirado.

La muerte de Mario Cuomo ha entumecido y desalentado mi alma en gran manera; de este gran político estadounidense recuerdo dulcemente su enorme elocuencia toda vez a que poseía una voz imponente, a lo Pericles, que muy bien pudo haber sido considerado el Olimpo norteamericano, por sus grandes dotes de orador y su singular clarividencia política.

A partir de la muerte de don Mario no alcanzo imaginar cómo estará  de decaído el corazón de su amada esposa, doña Matilde, y el de todos sus hijos, Andrews, Chris, Margaret I, Maria, Madeline y Margaret, a quienes supo querer ardorosamente. Debo decir que fue tanto el amor que sintió don Mario por doña Matilde que parecía que el amor le quemaba su cuerpo.

Quisiera convertir el silencio inmortal de don Mario Cuomo en voz viva y perenne. Su nombre prestigioso vivirá eternamente en los corazones de muchos neoyorquinos que fuimos sus amigos. Se me ocurre traer a este homenaje póstumo la carta que hubiese escrito el propio Mario Cuomo a doña Matilde, su esposa, antes de su partida y de que sus pensamientos perecieran:

Ya me despido, porque antes o después la muerte vendrá a buscarme y desapareceré de tu vida. Pero no quiero que te tomes esta carta como el adiós definitivo, porque esta es una carta de amor. Allá donde me lleve la muerte te esperaré. Te esperaré mucho tiempo, pero cuando llegues te estaré esperando con un abrazo y con un beso.

Iré dejando muescas en el camino para que puedas seguirme, pero déjame un tiempo, no tengas prisa y yo me ocuparé de tenerlo todo preparado cuando tú llegues. Hasta que nos volvamos a reunir quiero que hagas una cosa: que vivas plenamente. Que te rías, que bailes, que te ilusiones, que te enamores. Y, si es preciso, que me olvides un poquito.

No tengas miedo de mi marcha, porque yo seguiré ocupándome de ti, seguiré dándote toda mi fuerza, todo mi apoyo, todo mi amor. Y no me gustaría marcharme sin que supieras cuánto me alegro de que la vida nos juntara, por lo fácil que hiciste las cosas, porque me enseñaste que la felicidad era bastante más sencilla de lo que yo había pensado.

Este es el motivo de esta carta. Porque decirte que te quiero sería repetirme demasiado, tantas veces te lo he dicho cada día. Pero nunca te había dicho que aprecio lo que hiciste, por ser partícipe y artífice de mis días de felicidad. Por eso, por muy lejos que me marche, siempre te esperaré. Porque este no es el adiós definitivo, sino el último adiós. La próxima vez que nos encontremos será para siempre. Sigue siendo feliz.

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